Opinión

Ruta-66, carretera adelante

La Ruta-66 nunca podría acabar quebrada y entre un mar de flores como la inacabada nuestra.
photo_camera La Ruta-66 nunca podría acabar quebrada y entre un mar de flores como la inacabada nuestra.

Mientras muchos de paseo en torno al ameno embalse de Cachamuiña en interminables vueltas, uno que no es noria y poco dado a repetir una y otra vez, de lo que me devendría como cierto hastío, cuando de paso en auto, a media velocidad por esta ruta, veo más adelante la vacuidad de las pistas de tenis del Club Santo Domingo donde antaño de más actividad que ogaño; en idas y venidas mías, a pesar de la hora óptima, no se ve que usen estas pistas donde se bullía. O bien no hay chavalada a la que enseñar, o veteranos que practiquen...

Torneos de Navidad, de Otoño, de la Amistad, del Porrón (un tanto cómico promovido por nostálgicos del vino bebido de tal guisa en jarra de vidrio), Sociales (para miembros del club), Interclubes, unos cuantos regionales, y ahora cuando aparecen los llamados Futures, de cierto nivel que no se corresponde con lo que hasta entonces se disputaba, coincide este evento, que podría contribuir a relanzar el tenis, con la baja utilización de las pistas, y viene la pregunta; ¿la sociedad (no el club social) puede resistir tanta infrautilización? Lo que me trae a la memoria el uso de coches de un solo tripulante (casi todos). Tanto dispendio de energía y tanta ineficiencia van condenando al entorno poco a poco, lo que se va sumando en paulatina malversación de recursos de la Tierra. El Club ha superado varias crisis, acaso ésta de falta de uso sea de las más palmarias, o eso me parece cuando contemplo el vacío en que se hallan las pistas… ¿Tal vez por la competencia de las cercanas y gratuitas de Monterrei?

Paso por una Derrasa en obras de aceras, limitación de velocidad donde tiempo ha, casi ilimitada en esta recta, escenario cercano para probar la velocidad punta del coche que nos querían vender. Hasta que se limitó, unos cuantos dejaron su vida, aplastados contra alguno de aquellos arces o plátanos, que hacían de la carretera un túnel vegetal, los cuales serían talados como culpables de tanto mortal accidente. Al final de esta recta, el mesón Roupeiro, de un Pepe ya ido que llegó a ser como un referente en cualesquiera comidas de cercanías. Casi pegado, Casmartiño, que da para recordar a un colega, capaz de merendarse un queso entero después de copiosa comida, al que pusimos a caminar, entregado a la rutina diaria del andar como medida para una vida sana, acaso llegase demasiado tarde. Por Casanova, en la misma curva, me asalta el recuerdo de un tio Outeiriño que tuvo escuela allí, trasplantado por dos píos hermanos de los placeres de una vida muelle en tierras de Valdeorras a la, digamos, normal; más arriba, un Galileo que era la crema de la gastronomía y que inopinadamente fue como cerrar aparcamiento para dar carpetazo a la clientela produciendo cierta orfandad de exquisitos, aunque uno recuerde que en un yantar las rodajas de pulpo dejaban pasar la luz, exagerando, de tan tenues. Son cosas de la cuissine moderne, pensaba: platos de presencia y tamaño y cantidad exigua.

Dejando el lugar y en aproximándonos a la llamada Porta do Sol, un chalet en lo alto siempre se nos aparecía cual draculiano castillo. En menos de los que se escribe, a Porta do Sol, porque desde allí asomaba en el orto inundando de luz toda A Derrasa y A Rabeda.

En un abre y cierra, como lo recordamos al pasar el Ribeira Sacra, un restaurante, aunque yo prefiera eso de mesón, cuando nos hallamos en O Pinto, que mucho suena, y al poco llegando a Esgos el chalet de Joaquín Diéguez. De los grandes almacenes, donde algunos campeonatos de tenis, y la pétrea y señera casa de su hermano Pedro, a unos cientos de metros más arriba; en este mismo Esgos, inevitablemente, al paso, recuerda uno la amistad con los Murias: Sergio, Manolo y Santy, tan ligados al lugar.

Podría rematar, sin hallarme en la Ruta 66 como Kerouac, en “On The Road” (En la Carretera), en o Alto do Couso donde Victoria y Juan atendían su bar con terraza, obligada parada de parapentistas retornados de sus vuelos en el vecino Rodicio en cuyo campo de despegue, en la cota 1.000, un largo poste metálico, más tiempo abatido que erecto, con veleta, indicaba, antes de subir, la dirección del viento. Kerouac vagaba desde el Este, Medio Oeste, Oeste e incluso México marcando a una generación llamada Beat.

No continué la ascensión a las tierras caldelás habiendo superado esas plataformas a modo de escalones geológicos que en la Era Primaria el choque de placas elevó, haciendo emerger a Galicia desde el fondo marino, empezando por la olla ciudadana, Cachamuiña, Derrasa, Pinto, Xunqueira o el mismo Rodicio como muy bien explicaba en una de sus salidas J. Ramón Seara a un grupo de alumnos universitarios y a media docena de senior. No hace falta ir a la Ruta-66 que atraviesa los 6.000 kilómetros de este a oeste de Estados Unidos para tener nuestra Ruta, solo que de oeste a este; allá Jack Kerouac marcó a toda una generación; aquí, a ninguna; medio siglo después Fermi la repitió, paso a paso, con “De nuevo en la Carretera”. La Ruta 66 yace maltrecha o sepultada por otras; la nuestra está viva, sin ni siquiera atisbar dimensión alguna, solamente el relato.

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