Opinión

De San Cibrán a la Estaca de Bares

Me hallo de reposo visual de muchos minutos, luego de una pedalada, en la cima de un monte que por acá llaman Penedo do Galo; será por alguna cresta desde alguna perspectiva que yo no hallo, pero si la que abarco desde oriente a occidente en esta franja que se entiende por el Mar Cantábrico. Oteo esta magnífica costa desde San Cibrán hasta la misma Estaca de Bares, o en tiempos diáfanos, incluso más allá, en los Aguillóns o islotes a modo de rompientes del Cabo Ortegal.

Desde San Cibrán, con una mar calmosa en estos inicios otoñales, lo primero que se divisa es la imponente factoría dedicada a la transformación en aluminio de la bauxita que se descarga, procedente de África, en el mismo puerto de la fábrica que fue Alúmina Aluminio desde su creación en tiempos de la Transición; Adolfo Suárez la inauguró y fue pasando de mano, entre un modelo de empresa pública gestionada por el INI, a la privada de la norteamericana Alcoa. Varias crisis, desencadenada la última por la carestía de la energía eléctrica, que se suministra hasta ahora desde la central ya demolida de As Pontes, erigida para abastecer a la gran factoría, que diariamente descarga camiones por más de docenas con residuos en una gran balsa artificial allí cercana que desde la lejanía como un lago de color óxido de hierro. Increíble que una hermosa playa incontaminada que sigue a la factoría, la de Lago, que apenas diviso, y me tapa un montículo el puertecillo de Portinho de Mourás, que yo prefiero a Portiño de Morás, que cierra casi el acceso al muelle de desembarco del mineral. Un camino, integrado en la red de los llamados del Cantábrico, te lleva, rodando por el promontorio, a un paisaje precioso donde la isla de Ansarón o Sarón, o de algún otro nombre que ignoro, parece como si desgajada de la costa de la que dista unas decenas de metros, como si se pudiese saltar de islote a islote para alcanzar la isla.

Sigo extendiendo la vista que podría compartir con un par de vacas, que a lo suyo de buscar yerbas entre algunos ralos tojos y que nunca, aunque no se sabe, podrían experimentar el gozo de esta fermosura, aun cuando adormiladas y rumiando, y acaso algo esos caballos bravíos que por docenas te encuentras por esos montes, derrame de la Serra do Xistral que son los de Buio y Cabaleiros; los caballos, de vecinos, han perdido la cualidad de bravíos y ahora, mansurrones, se acercan por hábito a ti sin que les provoques trote alguno de alejamiento. Este camino de la costa te lleva a Portocelo, una bahía en miniatura con fondo playero y siguiendo la costa y la vista, San Fiz fue antes castra marítima de imposible asedio por el mar, que iglesia al santo dedicada que conserva sus muros, y el castro sus terraplenes, cuando a lo lejos el mirador de monte Castelo, aplanado y con otro banco “mellor do mundo” sobre el Faro da Roncadoira, por lo que suena y resuena allí el mar, amén de sus bravas e inaccesibles costas.

Ya no me alcanza la visión a lo que se oculta por montículos interpuestos más que para ver Vilachá, por villa plana tenida, ni a ver esa playa tan surfera de Esteiro de Faro, que muchos nombres da a esos arenales cuando el mar tiene un pequeño espacio intermareal lleno de esteos o cañaverales, y si el monte del mismo nombre, espléndido mirador a la Ría de Viveiro desde donde por reflexión solar un destello de cualquier luna de auto en la cima. Se ve Areas, esa playa donde tantos campamentos de verano para la vela y el remo. El puerto de Celeiro, de mucha actividad pesquera con una lonja que trabaja sin cesar, y luego la ciudad de Viveiro que tiene el título de tal y donde esa playa de Covas, en casi media luna, como tantas, se recorta en un lugar llamado Las Sirenas, que se podría uno imaginar como las que atrajeron a Ulises hacia los escollos, que aquí Os Castelos, donde sí, un naufragio del siglo XIX de la fragata Magdalena, causó cientos de muertos, solo que Odiseo (nombre griego del héroe) vagaba por el Mediterráneo en su regreso de la guerra de Troya a Ítaca; atado al mástil superó los sugerentes cánticos que de otro modo lo llevarían al naufragio.

Intuyo más que veo la playa de Abrela, y sí o Fuciño do Porco, que con sus espectaculares escalinatas y como hocido de suido embiste al mar; ya debe pedirse cita como en la playa de As Catedrais. No oteo la de San Román, se me oculta la de Xilloi y casi veo la de Ría de O Barqueiro, Estaca de Bares o Sor, que por tres nombres conocida, refugio que fue de submarinos alemanes durante la II Guerra Mundial.

Y por fin, el horizonte no mi vista, abarcan más allá de la Estaca de Bares, ese faro celebrado y su cabo donde dicen que finaliza el Cantábrico; aún hasta hace poco una base americana de seguimiento náutico y aéreo y unos aerogeneradores que causaban pasmo allá por los 90 del pasado siglo, explotados por Fenosa que pronto serían desmantelados por ineficaces, cuando más que ver el mismo cabo, si la parte más elevada llamada O Semáforo porque lo hubo para la navegación, mientras me quedo con las ganas de otear el también reconocido cabo Ortegal, que con el de Estaca de Bares y Finisterre en A Coruña, recitábamos de memoria en nuestra infantil y familiar escuela.

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