Opinión

De lo vario de la vida para los que de ella usamos

Gran parte del clan Villalva antes de aventar las cenizas de Ana Maria.
photo_camera Gran parte del clan Villalva antes de aventar las cenizas de Ana Maria.

Los aviones roqueros, esos casi vencejos, por su semejanza en el vuelo del rey de los cielos, han vuelto a los alfeizares de las traseras de mi calle, solo que de mañana, porque después de una estancia de más de una hora, a veces, más, desaparecen no si antes, entre reposo y reposo y espulgaciones muchas, alternaran el reposo con los rasantes vuelos a la caza del aéreo placton.

Me voy a comprar el pan sin fijación alguna a determinada clase o calidad de las ciento de ellas que por estos pagos gozamos. En la puerta de la panadería expendedora del pan que le traen de Maside, casi siempre algún, que nunca alguna, de esos desposeídos, se sienta con el enfriado ánimo de recibir más que un pan, un minúsculo óbolo en forma de unos céntimos, allá donde las conciencias se revuelven cuando tú puedes y el pedigüeño ha de padecer incómodas posturas y fríos ciento para los que escaso de abrigo. Aunque soltases una moneda dejarás tu conciencia de insensible urbanita nadando en la duda de como unos tanto y otros tan poco. Dentro en un ir y venir, la panadera Sita se afanará en complacer aún a los más raros entre los que me hallo a la hora de la elección de pan, si más cocido o menos, más duro o blando, lo que podría colmar cualquier paciencia, pero nunca la de esta vendedora que pareciere tan celosa de su panadería como si dueña de ella, con tanto entusiasmo como si negocio inaugurase. Mientras, el contraste lo tiene a la puerta.

En un constante pedalear, aunque de motor asistido, llega uno de acompañamiento de otro a las cimas; en las bajadas, el otro, no dejará cortafuegos sin surcar y a fe que solamente alguna costilla contundida después de tanta exposición por esos irregulares firmes. Cuando, de obligada parada a cafés, tras la monumental iglesia de Sabucedo, lugar de menos vecindad que en el pasado siglo, y donde varios de sus moradores me dicen que están esperando que alguna máquina de las que el concello cartellés tiene aparezcan para despejar las pistas de tantas yerbas como las inundan.

Transitan por acá pandas de bikers, pero más los solitarios en esta meca de ellos en que han convertido estos Castros, que otras pistas no se hallarán tales en toda Galicia. Desde sus casi 600 metros de altitud, en la bajada, se ve la ciudad alargada como si siguiese la estela del Barbaña reposando en algún retazo nebuloso que con el avance del día, disipado.

Sale algún corzo a la carrera para desaparecer en un abrir y cerrar de ojos y uno se dice que extremará las precauciones en las rápidas bajadas, pero luego en faena nunca frenará lo suficiente, porque si lo piensa también tendría que incluir en lo inesperado a ese suido salvaje que causa casi 1.500 accidentes al año en nuestras carreteras, alguno con causa de muerte.

Me viene a la memoria que a veces invadimos la intimidad de quien inadvertido pasar quisiere. En estas me hallo, después de enterado, del que por acá pasamento decimos, de una de las Villalva Montero, Ana María, de esa familia de catorce hermanos de Zamora venidos, que huella en la ciudad dejaron por su afición a los deportes de montaña, por su inventiva a la hora de hacer esquíes de madera de fresno, de poner a funcionar motores inservibles, de construir barcos de vela y aún de atreverse en el deporte de los vuelos con veleros sin motor o ponerse a cielo abierto en cualquier forestal pista, con precarios medios, a hacer de una furgona una rodante casa o autocaravana. En fin, unos manitas a los que nada se resistía y aún resiste. De esta familia, donde el padre tenía el respeto de don más allá de sus pares, Ana María formaba un todo con su hermana M.ª Teresa y fue así como en la viudez cambiaría los aires de la Ría de Vigo por los más extremos de la olla ourensana, como a la búsqueda de una hermana gemela, que acaso colmaba ese vacío que sentía. Nunca sospecharía yo que podía mermarse la familia cuando de visita este verano a hermanos y descendientes acampados en Porto, la de Sanabria. Se apagó en Ourense quien por más años desearíamos permaneciese... pero sí que lo hará en la memoria de los que la conocimos.

Pasaron las lluvias que precipitaron la caída de la hojas, visibles en los corpulentos árboles del Posío que alguna brisa hace flotar, como si de una cascada meciéndose. Cualquier sendero, más para paso de río que de personas, nos traía a la memoria ese invernía acuosa de aquel estado de la India en la película “Vinieron las lluvias” donde, creo, no dejó de llover en varios años.

Las hojas se aferran aún a las ramas del carballo... pero ya alfombran senderos y caminos donde la cobertura ocultará el firme por el que caminamos. Los vientos pierden intensidad en este interior, que en la costa recios. Es el preludio otoñal al que sucederá el invierno cuando los árboles descarnados de su entramado de hojas se burlen de unos vientos incapaces de doblegar sus poderosos troncos.

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