Opinión

El bebé y el lince

En España se protege más al lince ibérico que a los bebés’. Así de contundente se ha mostrado la Conferencia Episcopal y es la idea básica de la campaña antiabortista que la Iglesia católica lanzará en todas las diócesis a partir del día 25. ¿Está en su derecho la Iglesia católica de utilizar un eslogan, sin duda efectista, para defender su criterio? La respuesta es rotundamente sí. Pero la cuestión ya no es que los católicos defiendan lo que creen, sino si la modificación de la ley del aborto que prepara el Gobierno se adapta o no a lo que quiere la sociedad española en estos momentos.


Mas allá de tasar lo que se denominan ‘plazos’ hay dos cuestiones en la reforma que están levantando ampollas: la posibilidad de que una joven de 16 años -que no puede votar o ponerse un piercing sin el consentimiento y conocimiento de sus padres- sí pueda abortar, y el hecho de que se pueda abortar hasta la semana 22 del embarazo si hay peligro para la salud de la madre, es decir, lo que genéricamente se denomina riesgo psíquico y que al final puede resultar un coladero.


Siempre he sido muy reticente a entrar en el debate sobre el tema del aborto. Tengo serias dudas sobre si un asunto de tal naturaleza puede ser utilizado políticamente ape lando a razones éticas y morales, y siempre he creído que una mujer tiene derecho a tomar libremente sus decisiones sin que la sociedad tenga que intervenir para apoyarla o censurarla. Ni me gustan las tesis de los pro abortistas radicales del ‘todo vale’ ni tampoco la de los sectores más conservadores que consideran que en el mismo momento de la unión de unas células hay ya un ser humano en el amplio concepto de la palabra.


Si me cuesta, y mucho, entrar en este tema es porque no hay nada mejor que la experiencia personal para saber de qué se está hablando y, aun así, cada persona tiene unas vivencias distintas sobre un mismo hecho. Yo tuve un aborto natural, embarazada de casi seis meses de mi segundo hijo. Fue una de las experiencias más dolorosas que he tenido en mi vida. Mi embarazo era evidente: había engordado muchos kilos, tuve náuseas y vómitos durante los primeros meses, sentía perfectamente al bebé en mi seno y todo lo que aconteció -desde que tuve una pequeña hemorragia hasta que me dijeron que no había latido cardiaco en el feto- fue una auténtica pesadilla.


Yo tuve un parto en toda regla. Me provocaron las contracciones, pero cuando salí del quirófano me embargó una enorme tristeza de la que tardé meses en recuperarme. En el hospital, todas las madres tenían a sus hijos y yo sólo tenía un cuco vacío y mucho sentimiento de culpa. Sólo cuando el médico, tras realizar los análisis oportunos, me aclaró insistentemente que había abortado de forma accidental, que no había ningún factor que indicara una negligencia por mi parte dejé de hacerme a mi misma preguntas sin respuesta.


Ha pasado el tiempo pero no he logrado olvidar la experiencia y por eso siempre digo que cuando una mujer decide abortar, no toma ni mucho menos una decisión a la ligera y desde luego yo no soy quién para juzgarla. Es muy difícil sentir una vida en tus entrañas y pretender que de la noche a la mañana eso se puede olvidar. Ya no hablo de cuestiones éticas ni morales, en las que ni quiero ni debo entrar, sino de sentimientos, de pensamientos íntimos con una misma, de sensaciones que difícilmente pueden ser explicados con palabras.


La decisión puede ser libre pero, créanme, no es fácil. Sólo alguien sin escrúpulos de ningún tipo puede tomar una decisión así a la ligera y desde luego no conozco a nadie que después de dar libremente un paso de esas características no haya tenido algún tipo de secuelas psicológicas. Ni el Gobierno ni la sociedad deberían ser quien para juzgar....


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