Opinión

Dos debates

Uno en el Parlamento Europeo con Pedro Sánchez haciendo balance de la presidencia española de la UE y otro en el Congreso, en la primera sesión de control al Gobierno de la legislatura, y en ambos con la ley de amnistía sobrevolando las intervenciones. Como en el debate del día precedente, nada que no se hubiera dicho con antelación, ni sobre los efectos perniciosos que tendrá sobre la calidad democrática en nuestro país, ni sobre las recetas para resolver el expediente catalán, ni tampoco rastro de la pedagogía esperable para convencer de los beneficios de la amnistía.

Cuando estos enfrentamientos se trasladan a Europa adquieren otra dimensión, porque los problemas futuros a los que se enfrenta la Unión Europea trascienden el estado de salud del Estado de derecho en España, dado que las preocupaciones derivan de los resultados de las elecciones europeas del próximo mes de junio. Y ahí juega con ventaja Pedro Sánchez ante la amenaza del resurgimiento de una ultraderecha antieuropea.

Si el presidente del Partido Popular Europeo, Manfred Weber, repite el argumentario facilitado desde la calle Génova, para cargar contra la ley de amnistía y amenazar con poner a España bajo vigilancia como si se tratara de Hungría, el jefe del Ejecutivo le sitúa ante el escenario que puede salir de los comicios europeos con el ejemplo de la política de alianzas del PP con la ultraderecha en España y su acción política allí donde gobiernan juntos.  Que los portavoces de los partidos de la derecha española en Bruselas no hayan dado ninguna chance a los acuerdos alcanzados bajo la presidencia española de la UE, ha servido para convertir la Eurocámara en una extensión del Congreso, y para señalar a Sánchez que el verdadero riesgo para la continuidad del Ejecutivo procede del europarlamentario prófugo de la Justicia, Carles Puigdemont, que no deja de pasar la oportunidad de mantener viva la amenaza si se producen incumplimientos del pacto alcanzado con el PSOE.

Mientras, en España se suceden explosiones en todas las direcciones, con amenazas que afectan a la independencia del poder judicial, o a juicio del PP se concreta lo que llama “pactos encapuchados” en el Ayuntamiento de Pamplona, con el desalojo de la alcaldesa de UPN. Una bronca política constante que da como resultado la imposibilidad de que se llegue a un mínimo común denominador entre el Ejecutivo y la oposición conservadora mientras se mantenga la entente de Pedro Sánchez con el independentismo catalán que le garantiza su estancia en La Moncloa.

En el Congreso, los viejos y nuevos portavoces del PP han cumplido con su misión, pero sin levantar pasiones. Atacar a la vicepresidenta segunda y ministros de Trabajo, Yolanda Díaz, con cifras relacionadas con el paro como ha hecho Miguel Tellado, cuando bajo el gobierno de Mariano Rajoy se superaron los seis millones de parados, es una temeridad. Relacionar la capacidad de Yolanda Díaz para gestionar el empleo con la ruptura de su partido está bien como ardid dialéctico, pero no pasa de ahí. Esteban González Pons y Cayetana Álvarez de Toledo estuvieron solventes en sus intervenciones ante Fernando Grande-Marlaska y Félix Bolaños, pero no quedarán en los anales del parlamentarismo español. Tampoco las respuestas evasivas de los ministros.

Tanto el debate en el Parlamento Europeo como el del Congreso son una muestra de que a los partidos solo les interesa el mañana si son ellos quienes tienen el poder.

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