Opinión

A cobro revertido

Me la quedé mirando de frente y me suplicó que acabase con ella. No más sufrimientos. No más indolencia, parecía decirme desde su mirada de hierro. Ya solo sirvo para que me garabateen o se mofen de mi silencio, la presentí.

Es la cabina telefónica. Un ser inanimado como las señales de tráfico o las farolas, pero que, a diferencia de éstas, tiene el honor de ser el único objeto capaz de evacuar sentimientos por sus extremidades; algo que hacía, además, a pie de calle. ¿Quién no lloró alguna vez pegado a un auricular? ¿Quién no se echó a reír o profirió insultos hablándole a ese aparato acústico como si, en efecto, fuese él el destinatario de nuestras emociones? Y en cierto modo lo era: si las cabinas tuviesen, además de un contador de pasos, algún sistema para conocer los afectos y desventuras que canalizaban, a buen seguro podríamos escribir varias “novelas telefónicas” dando cuenta de lo que un hilo de cobre es capaz de contener.

Las había de dos tipos: aquellas en las que podías disponer de intimidad total, es decir, con la puerta abatible para procurarte un cierto grado de insonorización, y otras, más modestas, con paneles laterales que ofrecían una aceptable privacidad para el mensaje.

Cualquiera de ellas era un flamante dispositivo. Dependiendo de la cantidad de monedas que tuvieses, podías tener el mundo a tu alcance desde cualquier esquina con solo accionar un código numérico y, de hecho, durante muchos años fueron el artilugio perfecto (y el más económico) para realizar viajes a través del tiempo y del espacio.

Hoy en día, las cabinas completas y su versión reducida no son más que un estorbo, un cúmulo de basura y grafiti que afea las aceras. Les pasa como a las lápidas de los muertos sin familia, que un buen día las coloniza el abandono y ya nadie se acuerda de todas las cosas buenas que hizo su propietario.

Pero yo, al quedármela mirando, no pude evitar agarrar su polvoriento auricular y llevármelo a la oreja manteniendo, eso sí, una prudente distancia con la mugre. Pensé que, al otro lado, una voz iba a pedirme que mitigase su soledad. Pero no. Todo lo que conseguí fue que un joven que esperaba el autobús se me quedase mirando como si, efectivamente, fuese yo quien había venido de otro tiempo.

Entonces colgué y sin mirar el cajetín (me pareció irrespetuoso hurgar en su interior buscando monedas) me escondí tras el panel y me despedí de ella. La cabina, con su voz “teleafónica”, me respondió algo así como: “Ya nos veremos”, y yo no supe interpretar si me hablaba en broma o en serio. ¿Querría darme a entender que las personas y las cosas tenemos un mismo destino?... Ante la duda prometí volver a llamar otro día, pero convenimos en que lo haría a cobro revertido. Los deseos, aunque sean de calderilla, es bueno dosificarlos.

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