Opinión

Apagón

Voy a la ferretería de toda la vida y le pido que me ponga un hornillo a gas, de los de toda la vida. El dueño, que ya me conoce, me enseña el único modelo que tiene -ese en el que solo cabe una olla pequeña- y me pregunta si tengo algún problema con la vitrocerámica. Le digo que no, que es por lo del apagón que se nos viene.

Entonces le veo bajar la cabeza y ponerse a ajustar los mandos del aparato como si fuese a encenderlo allí mismo; yo creo que lo hace para evitar echarse a reír, porque, a decir verdad, resulta incómodo esto de sincerarse ante el ferretero exponiéndole los temores que uno tiene sobre eventuales catástrofes. Al menos, para mí lo es: entre tornillos, bombillas y cables no se me da muy bien lo de abrirme a las emociones, entre otras cosas porque las ferreterías, con sus aromas metálicos y sus estanterías llenas de cajitas, están en las antípodas del sentimiento, no sé… no tienen nada que ver, por ejemplo, con una peluquería, donde además de acicalarte te regalan una sesión de psicología entre el clis, clis de las tijeras, o una cafetería, donde sueltas tensiones con los amigos, empoderado por la cafeína.

De todas formas, mi ferretero es honesto y no intentó endosarme el hornillo sin más; bien al contrario, me advirtió de que la cocina no me serviría de nada sin su correspondiente bombona de butano. ¿La tienes?, me preguntó. Yo respondí que no, que ese era el siguiente trámite. ¿Y el kit supervivencia?, quiso saber, enumerándome a continuación todos los enseres que iba a necesitar en mi tránsito por la oscuridad: linterna-dinamo, extintor, latas de conservas, agua para tres semanas, pilas y velas o, en su defecto, lámparas que funcionen a energía solar.

Yo, con el hornillo en la mano, le contesté que algo de todo aquello sí que tenía, y le pregunté si no sería bueno añadir a esa lista tres packs de papel higiénico, “por si, además de la luz, nos cortan el agua”, repuse azaroso. El hombre movió la cabeza con pesadumbre y comentó que si eso ocurre -en el apocalíptico escenario que ambos estábamos pintando- de poco me iba a servir el hornillo: “Si nos cortan el agua ya no tendrás que preocuparte de cocinar”, dijo a modo de hiriente consuelo.

Al final, salí de la ferretería sin comprar nada. Él no puso mucho empeño y yo no tenía muchas ganas. Más bien, creo que fui allí como quien va al psicoanalista, solo que en lugar de echarme en un diván me acodé en el mostrador hasta que mi desasosiego se disipó. Sin embargo, aún tengo un punto de intranquilidad: oí en las noticias que, igual que ocurre con los chips electrónicos, ya empiezan a escasear los hornillos y ese hecho, sin ser alarmante, me da que pensar. Quizás deba pasarme por una tienda de calcetines a comprar unos termo-aislantes; no tengo ningunos y ahora que viene el invierno puede que me hagan falta.

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