Opinión

La magia de las palancas

Innovador, innovador… no; actual… tampoco. En todo caso, a quienes les resulte más traumático decir que es antiguo, se le podría decir que es moderno; por aquello de que podría ser, como mucho, renacentista -un período que imita, espléndidamente, todo lo que nos regala el mundo grecolatino-. No es la primera vez que uno se refiere a ellas como la solución mágica a una situación embarazosa. Actualmente, existen clubes de fútbol que, para no perder competitividad, o instituciones gubernamentales -como las Políticas Palanca para el Cumplimiento de la Agenda 2030-, e incluso, colegios, que, por razones de sostenibilidad, desempolvan las providenciales palancas. Parecen sacadas de la chistera. Pero no… Ni el concepto, ni la idea, ni siquiera el término son fruto del misticismo de un gurú contemporáneo…Fue un hito; sí; incluso, ingenioso… también; pero, en el siglo III a. d. C… 

In illo tempore, según el geómetra alejandrino Pappo, Arquímedes había dicho “da ubi consistam et terram caelumque movebo” (dadme un punto de apoyo y -como atestigua la leyenda- una palanca, y moveré la tierra y el cielo). Exponía de forma muy sencilla, la teoría de la multiplicación de la fuerza a través de las palancas. El sabio griego lo que daba a entender era la fuerza que tenía el hombre cuando se ayudaba del ingenio. No especificó de qué forma, de qué clase ni de que substancia estaría formada la célebre palanca. Por eso el postulado, con el paso del tiempo, se extendió a todos los ámbitos.

Para los espíritus liberales no había punto de apoyo más poderoso que la educación. La mejora en el sistema educativo era el gran fulcro que señalaban los maestros ourensanos para empujar a la provincia por el camino del progreso. Ourense y A Coruña -recoge El Correo Gallego- podían servir de ejemplo a otras ciudades gallegas para ver como las municipalidades, a través de la formación escolar, propulsaban la transformación social. “Dad al pueblo la instrucción, que le hace falta -decían- y estará hecho el milagro”. 

En este escenario, en las postrimerías del siglo XIX y principios del XX, muchos encontraban más que, en la infraestructura económica marxista, en la imprenta, la palanca que movía el mundo. Era la hebra que conducía al progreso, ora a través del libro, ora a través de la prensa. El propio Crémieux -ministro de Justicia en Francia-, había hecho una apología de esta palanca a la que ya se conocía como cuarto poder del Estado. “El dinero puede mucho -decía-, pero no todo; la consideración social es poderosa, pero no basta; la influencia social es gran palanca, pero no suficiente. ¡La prensa es todo! Teniendo prensa poseemos todo lo demás. Llenad el mundo de periódicos y el mundo será vuestro”. 

La prensa se convertía, pues, con la educación y el trabajo, en el termómetro que marcaba el progreso de los pueblos, los avances de la ciencia, del arte, de la religión y la industria. En este instante, el mundo ponía los ojos en Alemania. Era el país en donde más se leía. Los periódicos estimulaban la afición a la lectura, y, por supuesto, también generaban corrientes de opinión -Cavour, los había utilizado como arma en favor de la unidad de Italia; Bismark, para culpar a los rotativos franceses de ser los culpables de la guerra franco-prusiana-. No eran, pues, los sistemas o los regímenes quienes retardaban o adelantaban el progreso de los pueblos, sino el folleto, el periódico, el libro, las conferencias, la cátedra, y, principalmente, la escuela los que ponían en movimiento a la humanidad. “Dadme las Universidades-decía Bismark- y formaré a la unidad germánica”. Luego, disipada la tiniebla de la ignorancia, como decía el aforismo escolástico, la libertad de pensamiento iluminaría todos los ámbitos con su luz -libertas omnia luce perfundent -. Y, en efecto, así fue. No parecía que hubiese en ese sueño nada hiperbólico, salvo superar el egoísmo o el interés. Este era el auténtico escollo a batir por las asociaciones colectivas. Había quienes pensaban que el sabio se desvelaba por el interés de la inmortalidad; el penitente, por el de merecer el cielo prometido; el avaro, por la riqueza; el enamorado, por el cariño de una mujer. Todos se movían por algo, más o menos noble, es cierto, pero, no por eso, menos egoísta. 

De ahí que las asociaciones profesionales obreras ourensanas, simultáneamente, al igual que el internacionalismo, parafraseasen lo que aquel sabio griego había dicho. La unión del obrerismo conquistaría el mundo. La unión sería el punto de apoyo; los obreros del mundo, la palanca. Ciertamente, la organización administrativa del mundo giraba alrededor de la ley de las mayorías. Por eso, el día en que el obrerismo federado se lo propusiese, alcanzaría el Congreso, la municipalidad y las diputaciones. Sí; se necesitaba desechar el interés personal. Ahora bien, tan pronto se viesen las ventajas de la solidaridad proletaria, se conseguiría. No había alternativa. Solo ella podría abaratar los productos de primera necesidad, aumentar el salario y rebajar el número de los que emigraban para ser víctimas inhospitalarias en tierras extranjeras. Incluso, cambiaría la visión de universitarios que más que una palanca lo que, inevitablemente, buscaban era una cuña. Utilizaban el supuesto del sabio de Siracusa para ilustrar los enchufes del acceso a cargos en el mundo societario. “Dadme una buena cuña -decía un estudiante de física en 1908- y ocuparé el mejor puesto. ¡Oh, palanca…! -continuaba- si tú no existieses en el mundo, cada uno ocuparía su lugar correspondiente”. Con puntos de apoyo, palancas, cuñas… o, sin ellos, hoy, no podemos evitar decir, al igual que Galileo: “E puor si muove” (y sin embargo, se mueve).

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