Opinión

Báculo

Los ojos enmohecidos eran reflejo de un intenso sufrimiento, las manos encallecidas indicaban las miles de horas que habían dedicado a sacar el fruto de la tierra, los labios entornados y secos eran testigos mudos de la soledad de quien había amado y odiado; había disfrutado, había padecido, tenía recuerdos y no tenía futuro. Observaba serenamente un horizonte lejano en la seguridad de no continuar el camino. ¿Camino? ¿A dónde conduce? Una sosegada angustia oprimía su corazón; sus energías se habían acabado y la luz tenue de su vela anunciaba el fin. 

Estaba solo, se enfrentaba a su destino sin otra compañía que su viejo báculo, compañero inseparable en sus angustias y tristezas. Recordó su infancia, en aquella bulliciosa aldea donde aprendió a respetar la naturaleza, realmente durante aquellos años fue feliz; disfrutó de la vida en familia, de la clandestinidad de sus primeros amores, de las lecturas secretas de viejos textos salvados de llamas redentoras. ¿Concepción? ¿Adelaida? ¿Teresa? ¿Julia?... una sima oscura ocultaba el nombre de la maestra que le había enseñando las primeras letras, ¡todos los alumnos estaban absortos cuando ella hablaba!; él no salía al recreo con la disculpa de resolver sus dudas en la resolución de una ecuación de segundo grado… estuvo en la escuela unitaria ¡diez años! Desde los seis hasta la adolescencia. Fue un lluvioso día de septiembre cuando la maestra le dijo que tenía que dejar la escuela; el mundo se le echó encima, recogió la enciclopedia, la libreta, la pizarra, el lápiz y salió dando un portazo. Aquel día fue la primera vez que se perdió en el camino. 

Venezuela, México, Chile… en busca de El Dorado, de una riqueza que le permitiera vivir con desahogo el resto de su existencia; sufrimiento, fiebres, hambre, trabajo y esfuerzos baldíos con un regreso lleno de desazón. Desesperado y sin fuerzas llegó a su viejo hogar; la casa estaba abandonada, sus hermanos desperdigados por el mundo, sus padres bajo la losa de un tétrico camposanto. 

Cerró los ojos, una fuerte punzada le oprimía el corazón, no tenía miedo, se recostó sobre la hierba que refrescó su alta temperatura. Suspiró con fuerza, la película de su vida era rutinaria y llena de dudas. ¿Por qué no había aceptado a Esperanza como compañera? ¿Por qué no había tenido hijos? ¿Por qué había elegido una vida de ermitaño? Su sombra era negra, sólida y contundente; se palpaba, se extendía alrededor de su cuerpo como un manto protector. De pronto, como movido por un resorte, se levantó, alzó los brazos hacía un cielo azul y gritó: “¿Por qué, oh Dios, me haces sufrir? ¿Por qué me has ocultado el camino?” Un silencio sepulcral siguió a sus palabras, unos instantes eternos permaneció erguido, tieso, expectante, pero el silencio continuó.

Abuelo, abuelo…, aquí hay un hombre acostado, no se mueve y parece que no respira. Dejadlo, estará descansando. Un elegante anciano se aproximó al cuerpo inerte tendido en el borde del camino. Cogió el teléfono móvil y marcó un número. Sí, en el km X hay el cadáver de un hombre, envíen un furgón para recogerlo. Mientras no lleguen yo permaneceré a su lado, probablemente se trate de un mendigo. Su mirada se posó en el báculo que sostenía la mano izquierda del difunto y notó que una fuerte energía se desprendía de él, lo alzó del suelo suavemente y entonces, consternado, observó que el cadáver sonreía con una dulzura de profunda serenidad.

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