Opinión

Sed

Lentamente, sin prisas, el viejo campesino caminaba hacía el prado donde reposaban los restos mortales de sus antepasados; su vida había trascurrido ininterrumpidamente en el mismo lugar donde había nacido hace ya… ¿cuántos años? ¿¡Acaso importa!? Ya no le quedaba familia, estaba solo y esa soledad le permitía reflexionar sobre la existencia en la pequeña aldea olvidada de la civilización y del progreso. Él era el último, se sentía cansado, deseaba compartir sus postreros pensamientos con alguien que lo comprendiera, ¡pero no había nadie! ¿Sería el fin que anunciara un nuevo principio? Con suavidad metió la mano en el bolsillo de su raída chaqueta y sacó un arrugado papel que desenvolvió con sumo cuidado tratando de evitar que el viento se lo arrebatara de sus temblorosas manos. 

 Kiewiet (historiador holandés, 1902-1986) mencionó: “La doctrina de superioridad racial, que fue extraída de la Biblia, se vio reforzada por la interpretación popular de las teorías de Darwin”. Una anécdota viene a corroborar la reflexión de Kiewiet: un inglés compartía mesa y mantel con tres sudafricanos descendientes de colonos holandeses y para provocar su irracional supremacía afirmó: “Cristo fue un no europeo y no habría podido entrar como emigrante en la Unión Sudafricana”; en el rostro de sus contertulios se mezcló la ira con la estupefacción (“Los orígenes del totalitarismo”, H. Arendt). 

El viejo estiró el rugoso papel, era una hoja de periódico fechada en el ya lejano año 2018; el titular: “La Tierra se muere de sed”. La naturaleza había avisado de mil maneras, pero la humanidad no escuchaba, no veía, era insensible a los desastres que anunciaban la gran hecatombe. En las grandes urbes el aire se volvía irrespirable; en los océanos, los plásticos habían colapsado la vida; en las montañas, las nieves se habían derretido, los polos habían perdido su blanco manto; las especies de animales y plantas se habían reducido drásticamente, los bosques se habían transformado en gigantescos cementerios de cenizas, los ríos se habían convertido en putrefactas cloacas y los desiertos habían devorado inmensos territorios. Pero los humanos seguían, incomprensiblemente, insensibles. 

La evolución se detuvo, solo los privilegiados tendrían acceso a la inmortalidad, la sanidad se convirtió en un servicio para pocos, la educación se privatizó, los ancianos fueron eliminados para evitar costos y limitar la población. La selección natural fue sustituida por la selección económica y los ejércitos ejercieron el control absoluto bajo las órdenes de la aristocracia financiera. El darwinismo había muerto, solo los ricos sobrevivirían.

Una lágrima se asomó a los cansados ojos del viejo superviviente, convertido en una anomalía clandestina. Se detuvo al llegar a la necrópolis familiar, habían pasado ochenta años desde la muerte de sus padres, nunca tuvo hijos y desconocía el placer del amor. Sentía que la garganta le ardía, una sed abrasadora obnubilaba su entendimiento y no tenía agua. En los estertores de su lenta agonía, un rayo de lucidez alumbró su cerebro: estaba seguro de que el capitalismo omnicomprensivo por su alcance global y dominio ideológico condujo a la Tierra a su destrucción, y sus víctimas eran todos los seres vivos, terminando por la humanidad.

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