Opinión

La piernas de mi tía

Nada me sorprendió que me citasen en el despacho de la orientadora. Pues ya era yo tan conocedor del camino que podría realizar una visita guiada tan solo con el tacto de las esquinas de los pasillos.

Con el tacto descubrí más cosas que con todos tus alegatos.

No comprendí, es cierto, el motivo de la convocatoria. Los días eran tranquilos, tranquilos para mi mente alborotada creadora de disparates distópicos donde no existe el engaño y todo es lo que parece.

Me preguntó Juana, que así era su nombre, si había yo visto algo más arriba que las piernas de mi tía, ya que llevaba yo días narrando con detalle la suavidad y el brillo de dichas piernas alargadas y de rectitud formidable. Percibí entonces un algo de preocupación y alarma en los ojos de Juana que, por cierto, había sido dotada de piernas cortas y gemelos prominentes.

Descartada ya la envidia puesto que ella no conocía en absoluto a mi tía, caí en la cuenta de que mi descripción inocente podría ser confundida con algún tipo de comportamiento fetichista.

Nada más allá de la verdad. Que era yo niño, pero no imbécil.

Le expliqué entonces que mi tía acostumbraba los viernes por la tarde a hacerse la cera en las piernas, pero que unos días antes había visto en televisión un aparato eléctrico, el Epilady, que cumplía la misma función de depilación sin la necesidad de lo doloroso.

Como ella los viernes se enredaba en el teléfono, yo, como inocente vago experto en escaquearse de las tares de verdadera importancia, me ofrecí a pasarle el Epilady cada semana.

Práctica asmr de relajación extrema con resultado óptimo.

Calmé a Juana explicándole que no existía ninguna relación de práctica onanista con mi tía, Dios me llevase por ello, aunque sí, era probable, que sucediese con el recuerdo de su amiga Marta.

La del bikini amarillo.

Me aconsejó al instante, que por algo se llama orientadora, buscase algún tipo de actividad menos confusa para mi entorno y evitar así cualquier alboroto social de conclusión peligrosa.

Ante mi falta de interés por cualquier práctica que conllevase un mínimo de esfuerzo, resolví que lo mejor era ir al Bermello, tienda de electrodomésticos y artículos varios, a comprarme mi propio Epilady.

El Bermello, si es que era el verdadero nombre del señor que me atendió, me juzgó presuntuoso y vendió a regañadientes el maquinucho.

Ya en el sofá, sin pantalones, me dispuse a deslizar el cacharro por mis piernas. Se atrancó con el primero de los pelos pre pubertad que ya se habían instalado de manera fija discontinua arrancando con furia varios del tirón.

Y grité.

Lo guardé en el cubo de basura.

Donde guardo todo lo que no necesito.

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