Opinión

Bajo un cielo de Navidad

photo_camera Cielo navidad.

Piedra mojada, reflejos verdes, azules, rojos y amarillos. Nubes de vaho. Recoge el castañero su puesto. Perfuma la calle. Apura el llanto un saxofón a la vuelta de la antigua casa de un escritor. Piedra y pintadas. Balcón en betún, siglo XIX. Canción triste de Navidad. Nueva Orleáns en la melodía de un vagabundo. Luces y estrellas de papel de plata en los comercios. La semana del misterio de Belén llega a la ciudad, oscurece de ayer la casa, como una estación procesional de fe y melancolía. Tradición y ausencias y, al fin, la iluminadora presencia del Niño, como toda una infancia de ilusión y ojos enormes asomada al balcón de la conciencia. De un tiempo pasado. Que sabe Dios que estos días siempre pertenecen a la niñez.

Me gusta callejear en el crepúsculo de otro diciembre, a esa hora en que las tiendas cierran, y los soldaditos de lata saltan de sus estantes, los relojes de pared abren sus viejas portezuelas y aúllan nerviosos, y los trenes comienzan cansadamente a circular por el cielo de las jugueterías de viejo. Sinatra teje un villancico que se escapa por una ventana abierta. Todavía quedan algunas a pie de calle en la zona vieja. Me asomo al marco de madera blanca, astillada y, enrejada, una abuela cose frente al televisor. Es la chaquetita azul celeste de un nieto. Las gafas caídas. La manta de lana. La cena servida con plato para dos. Mantel blanco, muérdago, y un vino sin abrir. El Misterio en una esquina solemne del salón. Lo ilumina una bombilla oculta bajo musgo. Rincón ocre de yermos recuerdos. Siglos, tal vez, en esta ventana, alumbrando al mundo otra Navidad.

El mar vuelve a entristecerse. Sopla suave la brisa de la cena. Se viste de grises y espumas. El acantilado, solitario, sólo gaviotas serenas, contemplando cómo la noche cubre de blanca Navidad la ensenada. Hay un juego de miedo en esos brillos y espejos en el asfalto que lleva a la pendiente. Y a mi espalda la ciudad desprende luz. Cientos de lucecitas amarillas anuncian la hora de la cena en los largos edificios de hormigón. Sombras de fiesta, tinieblas de ausencias. Y hacia donde acaba el mar, el suave murmullo de la soledad. El arrastre de la marea en cada ola, que rompe con estruendo, y al instante, el silencio; la resaca que precede a una nueva explosión de salitre y espuma blanca. Titila también en la arena el reflejo intermitente de las luces de colores. Y el silencio del tráfico, que se ha ido calmando entre coches rezagados y alguna ambulancia urgente. Duermen los ruidos cotidianos para dar paso a un villancico, huérfano y taciturno, que brota ahora de una casa parroquial, como una pincelada de nieve en una postal de Nazaret. En la tarde han repartido cientos de bolsas con comida y dulces navideños a los pobres. Y la paz.

En el Nacimiento de un escaparate, San José contempla la fila de pastores. El Niño son unos ojos, como brazos abiertos, y una corona de oro. Y la Virgen sonríe al mundo, con la serenidad de que todo va bien, aún cuando todo no ha podido ir peor, excepto que ha nacido el Niño Dios. El establo, sobrio. Madera, clavos, y paja. Las casas de Belén se representan bulliciosas, llenas de gente que dio la espalda al que sería el Salvador. No hay posadas vacías, no hay camas. Tan solo el pesebre y el Misterio, que en cada rincón del mundo, desde esta esquina de Galicia hasta el dolor del martirio en Iraq, miles de familias reconstruyen hoy, buscando el calor de algún corazón, o reencontrarse con un pasado mejor, o los lazos leales de la familia y los amigos, o el acomodo de la fe, o la tregua al odio que concede el calendario en las fechas de frío, champán, y besos.

Nieva a espaldas de la urbe. Montañas de pinos con luces negras y penumbra en los pliegues del valle. Los copos, discretos, cruzando la noche. Es el invierno adornando nuestras postales. Frío y silencio en la falda noroeste. Y vino caliente en las tabernas. También aquí es Navidad. Lo canta la tradición desde hace siglos. El Niño ha venido a todas las casas, a todos los corazones, a todas las infancias. No hay barro en el alma capaz de tapar la ilusión de los lejanos días de escuela, no hay ruido y mal gusto en los centros comerciales que logre acallar la profunda melodía navideña del vagabundo, no hay mar de dolor por las ausencias que no claudique lentamente en la orilla queda del Misterio, a esa extraña nada que emana del portal, cuando el reloj señala que las luces navideñas ya sólo pueden verlas los solitarios, los tristes, los poetas, y los borrachos.

Y habrá un niño no muy lejos de aquí, tumbado en el hospital, curando sus heridas de una guerra que no es suya. Y otra anciana sola, tejiendo, como en la ventana del casco antiguo. Y habrá un millón de padres, vestidos de Nochebuena, esperando en doble fila. Y correrán las madres, los niños, con bandejas y nubes de papel de aluminio. Y detendrán los corazones las chicas jóvenes, con la belleza del invierno en sus vestidos negros, en sus ojos de noche. Y correrán adolescentes buscando un bar entreabierto donde comprar tabaco. Y en la iglesia, un cura ultima los preparativos para la Misa del Gallo. Holy Night retumba entre las piedras santas, gastadas, y hace vibrar las vidrieras. Y en la estación duerme un tren de guardia, que pronto llevará un adiós en los labios y una mirada empañada en el cuadro impresionista de dejar atrás las luces de la ciudad por sus ventanas.

Recibo mensajes en el malecón. Buenos deseos. Alegría. Oraciones. Bromas. Recuerdos. Promesas. No cesa el río navideño que nos humaniza. Ayer, entre papeles y carteros con gorra. Hoy, con la lluvia de mensajes al teléfono que nos recuerda que, para todos, algo grande ocurre. Algo más grande que la nieve en los tejados, que la belleza del hilo de oro del saxofón, que los buenos deseos de los amigos que perdí, y que las luces y guirnaldas de colores. Algo esconde el mar en cada Navidad. Quizá una oración antigua, una foto de los años felices, y la estrella fugaz de los Magos en el horizonte. Y el deseo indomable de volver a ser un niño.

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