Opinión

Crónica de guerra en la Villa

Madrid me pone de buen humor. Sí. Cada vez que regreso de vacaciones y piso sus calles sueño con que alguien apruebe una ley de armas para todos. No tanto para matar a nadie, que es de pésimo gusto y lo pone todo perdido, sino para disipar esos eternos atascos, como John Wayne espantaba al ganado en los años dorados del Oeste, o para explicarles a los turistas rezagados de septiembre que a más de 40 grados no se puede ocupar toda la acera, ni siquiera para fotografiarse con un maldito payaso de hamburguesería. Sí, la primavera llega a mi alma cada vez que veo esos chicos de negro entrajetados y bronceados, corriendo bajo la solanera, como si nadie les hubiera dicho aún, que muy por encima de sus millonarias operaciones, lo único realmente importante en la vida es no sudar.

Me detengo en una terraza. Está el día de inmenso granizado de café. Esbozo unas líneas a mano para esta columna, en una servilleta de un café de 1920, para sentir durante un rato lo que sentían los grandes de la columna. Caminan alrededor esas chicas que, pudiendo ser princesas, han decidido salir a la calle a lucir hueso, despertando más admiración en los perros que en los varones. Porque el verano y su obsesión adelgazante causa estragos cada año en la parroquia femenina que da luz a las calles de esta ciudad. Hay un riesgo enorme de que se levante un ligero vientecillo y se las lleve a todas. Me pregunto de qué estará hecho el cerebro de los idiotas que las han convencido de que pesando menos de cinco gramos su cuerpo alberga algún espacio donde alojar la belleza.

Me asfixia esta estúpida delgadez. Estas mujeres sin comer, dejándose la vida a pleno sol corriendo en mallas por la Castellana, que no creo que haya nada más beneficioso para los pulmones que esas bocanadas de alquitrán y tráfico, sudando lo que los emperadores de la moda llaman los “excesos del verano”; quizá lo único capaz de convertir a una mujer de rectas en una mujer con curvas. Que vas a la piscina y tienes la sensación de estar en el Museo de Historia Natural, viendo huesecillos de avutarda cubiertos a duras penas por telitas de colores.

Pido otro granizado de café en la terraza de la vieja tertulia literaria, y pienso que si este asunto de enseñar el hueso fuera realmente sensual, los hombres no se volverían locos por las mujeres sino por las señales de tráfico. Supongo que, después de todo, soy un machista, o sexista, o como quieran llamarnos ahora los de siempre a los de siempre, para decir que no están de acuerdo. Pero no me quita el sueño la obsesión por etiquetarnos. Más vale ser punki que maricón de playa. Ya lo cantaba mi amigo Miguel Costas en Vigo. Y de eso hace por lo menos 30 años.

Todo el mundo está ahora buscando trabajo. Imagino que para evitar la cola del paro bajo este solazo traidor. Han venido de todas partes a la gran ciudad. Algunos no tienen aún dónde dormir. Pero todos caen, un año más, en la urbe de la esperanza, desde lejanas provincias. Hablo con ellos y no hay excepción. En el gremio periodístico, la búsqueda se ha vuelto obsesión. Me cuentan que hacen tantos, tantos másters, que me pregunto si no les iría mejor ponerse a trabajar de una vez, y dejar los cursos para cuando estén en condiciones de impartirlos, que es mucho más rentable que escucharlos. Que aún no ha nacido el periodista que haya aprendido a serlo sentado en un aula frente a un gurú. Y tampoco ha nacido el gurú que, aún desvelando sus secretos profesionales en cursos, no esté al tiempo buscando un maldito puesto de trabajo.

Tenía razón Sabina. Aquí no queda sitio para nadie. Volver a esta ciudad tras el verano gallego me ilumina la sonrisa, me relaja los músculos, y me hace sentir como el británico que saltó a la fama por ser el primer idiota en probar la droga caníbal en Magaluf y morder a los policías mientras sus colegas lo filmaban con los móviles. O tal vez como el increíble Hulk en plena explosión verde. O como el Coyote después de quedarse otra vez sin dinamita.

Toda esta gente viene a buscar oro. España sigue razonablemente arruinada, y si quedan héroes con ganas de invertir siguen ocultándose en Madrid. Algunos, tal vez, en Barcelona, pero haciendo las maletas gracias a la esquizofrenia de los nacionalistas, a los que se les da infinitamente mejor gestionar su propia economía que la de los demás. Véase si no el caso de éxito de los Pujol. Que mientras lo escribo estoy oyendo a Felipe González diciendo que Pujol es un tipo honrado. Y eso es algo así como atracar un banco, llevarte hasta el último céntimo, y pedirle después al Dioni que vaya a Sálvame a defender tu inocencia.

Me siento frente al Congreso para ver si la amenaza islamista realmente inquieta a alguien. Por el color de mi piel en esta hora del día podría pasar por cualquier cosa menos por español de España. Y tal vez el bulto negro que llevo bajo el brazo podría sembrar confusión. Pero no. España tiene sus ritmos, al compás de los de Rajoy, y que haya una buena manada de alimañas que sueña con degollarnos es algo que a nuestra élite política no le preocupa. Por el amor de Dios, ¿la comunidad internacional no se da cuenta de que es muchísimo más importante el asunto de Cataluña?

A medida que suben los grados me pongo de mejor humor. He quedado en Santa Ana, la plaza de los carteristas. Los conozco a todos por sus caras. No apartan la vista cuando les miras a los ojos. Eso los distingue. Por lo demás, sonríen, no tienen cara de malos, y algunas son bellísimas mujeres rumanas o croatas. Sentado en una de las terrazas, veo la vida robar. Pensando que, al fin y al cabo, la culpa es de los viandantes por tener dinero, que es lo que supongo que piensa la alcaldesa.

Me dice la joven rusa que atiende en la terraza junto a la redacción que tengo buen aspecto después del verano, como si estuviera relajado. Yo miro los 42º del termómetro, pido un mojito para echármelo por la espalda, veo a un cabrón sisando un iPhone en la mesa de al lado, y le pregunto a la rubia cómo anda el mercado negro de Kalashnikov que controlan sus primos. Que es para una cosa.

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