Opinión

Escrito lento y a pluma

La noche cae lentísima. O es el invierno. Detiene el mundo en la pleamar de la oscuridad. Qué eternidad el segundero. Vidas enteras en cada vuelta de la manecilla. Es la gélida luz de luna nueva. Nada fluye entre su tinta negra, que levanta pesadillas, formas raras y monstruosas, y esa tensión, ese vilo de madrugada, que palpita siempre al fondo de mi oído, donde el silencio busca un lugar donde recostarse y hacer noche.
Es el tren que partió en septiembre lleno de vida, y dejó caer a la espalda el denso fantasma del invierno, con sus sombras de muerte. Que se desprenden antes las hojas de los árboles, en el dorado trámite otoñal, para recibir la estación del frío en austero duelo, a rostro descubierto, mientras los últimos vapores del expreso se pierden en el horizonte de la vía, allá donde las traviesas se muestran tan densas como el hielo que cuelga ya de algunas fuentes.
Y pensaría que llevamos a oscuras tantos meses como días ha visto morir el planeta. Penumbra de antología del no. Secreto goteo de lluvia negra. Beso de la solitaria pared del miedo. Tardes de abrigo y chocolate. Cafés al vaho de una mañana que no amanece. Días que nacen muertos, y que enterramos al salir a trabajar, sin más futuro que una cama, el fuego del hogar. Y pensaría que ya nunca, no sé, despertaríamos del sueño del invierno, con sus encantos grises y sus amores lentos, con los ojos brillantes de humedad y las manos suaves y heladas.
Cruzaba lento anoche la ciudad. Septiembre enclaustrado en un marzo seco. Media asta en los bares. Solitarios los cartones en la calle. Y el último frío tibio del calendario. Respiro a fondo. Al viento le sigue el primer perfume sureño, que despierta a los sentidos de su pesado aturdimiento, que ilumina el cielo de un cuadro de Velázquez.
Al fin quebró marzo su cabeza. Hincó en el hielo sus rodillas. Claudicó. Y se asomaron los fieles tras el capote morado en las iglesias, entre sus paredes cautivo aún un lánguido diciembre. Estallaron en rojo suave las primeras flores. Mudaron su ropa del frío algunos pájaros. Rápido, muy rápido. Se desperezó la luz al fin del día. E inundaron las mujeres bellas de color la tarde, que es en los ojos de las chicas donde antes despierta la estación de primavera. Prendieron también el fuego de las fiestas. Se taparon los ojos los poetas malditos, deslumbrados por un sol hostil, y picante. Despertaron los gritos de los críos en las plazas, con balones pelados. Y en el trabajo, en el bar, se cruzaron sorprendidos los ojos que ayer se eran indiferentes. Extraña la belleza de estas fechas. Extraños amores que sólo se miran. Que nacen y mueren en lo que se cruza una calle. Que llevan el olvido escrito en los labios, cerrados y en silencio. Como un borracho disimulando el vértigo, en el lloroso funeral del invierno.
Pereza hoy en mis ojos entreabiertos. Escribo a mano. Por ir despacio. Por el placer del trazo negro de la pluma. Media vida, ella y yo, preguntándonos cosas sin hablar. Luz de cielo, polvo, y estrellas diurnas, cruzando como lanzas de oro en las ventanas. Mil libros marcados alrededor de la chimenea, quizá son la única señal de haber logrado asomar nuestra vida al otro lado de las nieves.
Empieza todo otra vez y estoy cansado. Primavera. Y ya ni los poetas me convencen para alzar los ojos al sol, para cruzar el jardín sonriente, o para soñar el mar, azul y arena, bajamar a mil escalones, dirección el sur del calendario. Pasean los abuelos y los niños. Se llenan las terrazas. España es una fiesta de cerveza. Y tropieza el tiempo en la traición del rocío en cada amanecer. Pero ya los cielos son inmensos, silban alegres los porteros al olor a legía, y se asoman a la calle a ver pasar las flores cada mañana, haciendo soñar bellezas en sus labios pálidos, en sus melenas negras, y en sus vestidos soleados.
Se harán larguísimos los atardeceres y beberemos un ron lento a plena luz. Canela en rama, menta, y un dados de hielo, entre los reflejos plateados de las ventanas más altas de los edificios. Se habrán vuelto blancas las fachadas. Viajaremos de las palmas de Ramos hasta las primeras fiestas del verano, cuando la primavera nos deje a pie de playa y la piel se nos vaya bronceando en baños de oro, de sol y sal.
Manzanilla, música, y feria. Vendrán días de morenas hechiceras, garabateando sus manos en el cielo de los tablaos, y se alzarán rubias y enormes cervezas en los bares de las plazas. No habrá pinceles para pintar tantos amores platónicos, ni botellas de vino para frenar sus melancolías, ni habrá canas capaces de empañar la juventud que se oculta sonámbula en la frontera de nuestros sueños. No pondremos los pies en el suelo, hasta que nos inunden las flores los balcones, y se acabe la sidra en las carpas blancas, y ya nadie salga a tocar la guitarra a esa hora en que el alba no molesta a la vista, sino que acaricia comprensivo la mirada.
Otra primavera y otro banco en el parque, para conducirnos a ver crecer la hierba entre los pétalos, llevarle algo de leer a los pájaros, y dar tumbos con los búhos hacia casa, que huele ya la tarde a campo castellano en tempranero riego. Nos empujará la noche rápido al día, y lloverán decenas en el almanaque, y nos iremos quitando capas y capas de ropa, que a la vuelta de la sonrisa amable de la primavera está el mordisco mortal del estío.
Alquilaremos, sí, otro final para el mes de marzo, otro abril de dudas y refranes, y hasta un mayo acalorado y eléctrico. Que vio Dios que era bueno que aquí estuviéramos, despertándonos de una en otra estación, un año más regalo del cielo, viviendo entre los vivos un rato para siempre, o sea para toda la vida. Al menos, hoy. Al menos, mientras queden flores en los cubos de plástico, mujeres de ojos dulces en las barras de los bares, gintonics venezianos en San Marcos, y sonrían al fin los lectores, ávidos de primaveras desplegables en los periódicos.

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