Opinión

A esos hombres buenos

Tenía barba de muchas noches en vela y las manos sucias. No sé si tostadas o ennegrecidas. Apuraba otro café de campaña. Marcas negras en la cara. El uniforme descolorido, desposeído de su antiguo brío. Y una brecha de sangre en el brazo, fugaz, tan anónima como una nube en el horizonte. Había visto morir a muchos hombres. De cerca. Muertos entre tormentos, sus cuerpos desgarrados por la metralla. Ese horrible olor durante el pitido sordo en los oídos.

Tenía tres hijos pequeños y una mujer joven y guapa. Y dos hermanos. Y unos padres, viejos, vividos, y buenos. Y todos estaban lejos. Tenía un destino duro y muchas guerras y un montón de vidas anónimas salvadas en la mochila. Y una sonrisa dura y sincera, con una ráfaga de tristeza, extraña y cautelosa. Porque había visto lo que nadie quiere ver y su mirada nunca podrá volver a ser la de aquel niño que dio un paso al frente un septiembre lejano.

Su trabajo es mirar a los ojos al horror y, si no detenerlo, paliarlo. Y tender una mano que nadie tiende. Y sobrevivir al estallido en cualquier polvorín. Disparar poco, tragar mucha saliva, y obedecer siempre. Y consumir la vida en lugares remotos, en nobles misiones, haciendo del gran vertedero de la guerra un lugar mejor. Hoy, casi siempre, exponiendo sus vidas como escudos humanos para que los inocentes no pierdan su hogar a manos de terroristas, para frenar la lacra islamista antes de que sea demasiado tarde, para alimentar, adecentar, ayudar, medicar, e hidratar, a familias enteras que se ven desposeídas de todo, en el fragor de la batalla anterior. Llegan exactamente tras la última bomba, entre escombros y sangre, se remangan, y se crecen. Ellos nunca se van. Siempre son otros los que han de retirarlos. Aparecen justo después del atentado, como ángeles dispuestos a cumplir, con toda la dignidad del mundo, la misión que su país les ha encomendado.

Te lo dije. Has visto la cabeza abierta de un niño en Iraq. Y has llorado. Con desconsuelo. No estaba en tu mano salvarlo pero habrías detenido el mundo y prestado tu propia frente para evitarlo, de haber llegado a tiempo. Allí está él y allí tu. El mundo se terminó esa tarde. Han corrido las lágrimas por el uniforme, tantas veces, preguntándote por qué; por temporadas, cada noche. Por qué todo aquello y por qué estás allí. Hay vidas más fáciles. Casi todas. Hay profesiones más dulces. Casi todas. Pero si el corazón te llama con tanta fuerza, si la vida te lo pone a mano, si algo dentro te grita que tienes esa pasta especial, insustituible, no podrías vivir con el cargo en la conciencia de decirle que no. Estás allí porque eres lo que eres. Y estas al servicio de tu país. Eres las manos de millones de ciudadanos. Mis manos, también. En mi nombre, sí.

Te han hablado de destinos felices y no te lo crees, porque no puedes borrar de tu cabeza Afganistán. Y los estallidos día y noche. Y saber que cada cena puede ser la última, que están trabajando para matarte. Y supiste conservar el buen humor. Y guiar a los tuyos, que te quieren por siempre. Y esbozaste una oración al verle los ojos a la muerte, aquella noche del coche bomba, y abriste fuego a la oscuridad para repeler otra emboscada traicionera. Y ellos, ratas venenosas, intentaban volar también los puestos de atención a los enfermos. Y te pudo haber comido el odio en ese momento. Porque oías a los heridos gritar al otro lado de la tela verde. ¿Qué más sufrimiento querían esos lunáticos? Pero no. Nunca has hecho del odio tu bandera. Tu guerra es otra guerra. Eso siempre te ha hecho grande.

Otro era tan joven que daba vértigo verlo uniformado. África es todo y nada. Aspiraba a salvar vidas, a conquistar libertades. Era madera de servicio a los demás. Valiente, pero tan joven. Donde los bandos sembraban rencores, él trabajaba en silencio, inusitada madurez en su cabeza; a menudo solo recogiendo heridos, a veces escoltando a quien va a morir de todas formas, solo para que pueda morir en paz. Veía cada día sonrisas blancas en pieles negras, grandes y generosas. Agradecidas. Y no lo entendía. Pero hoy lo entiende.

Dicen que África agradece durante toda la vida. Y allí, cuando la noche es un hilo de tiniebla, la guardia está tensa, y solo se ven unos ojos muy blancos, quien duerme abrazado a su familia cien metros atrás respira serenamente, porque sabe que tú estás allí. Quizá no leen periódicos y no saben exactamente por qué estás. Pero ya te quieren para toda la vida.

Y a ti -publiqué tu foto una vez en la portada de The Objective- que te han fotografiado a traición prestando tu aliento a uno de esos refugiados desvanecidos, exhaustos. Tu país está lejos y tú ejército es otro, pero es lo mismo. Allí estabas, en la estación, la noche en que hubo la estampida, y volaron piedras, y se pelearon hasta los policías de las fronteras. Y de pronto el campo de batalla se ensanchó hasta el infinito. Todo fue descontrol. Y de la nada se te clavaron los ojos verdes de una mujer siria, pisoteada por la multitud, arrasada por hombres poseídos por él hambre. Y comprendiste que algo teníais en común en aquel instante. Los dos estabais ahí sufriendo por nada y por todo a la vez. Quien lleva una familia a sus espaldas lleva a una nación entera. Quien lleva una nación, lleva a una familia. Tu llevas las dos cosas, con toda la dignidad. La misma con la que abres esas cajas con alimentos y los entregas sin descanso, bajo cero o a pleno sol, a esas familias sorprendidas por el dolor, en cualquier lugar del mundo. Porque te necesitamos, porque te necesitan, porque te necesitaremos.

Siempre serás bien recibido. Siempre seréis bien recibidos. En mi casa, en mi ciudad, en mi país. En todo el mundo. No puede decirse lo mismo de otros, de ciertos políticos. Y sin embargo, da igual. Porque de ti también he aprendido ese educado y majestuoso silencio. Y la ausencia de todo rencor. Las lecciones que encierra tu figura, recortada al sol, uniforme hinchado, botas negras, y ametralladora en la mano. Esa figura tan bélica, bella paradoja castrense, solo emana paz y libertad. Donde hay un soldado español trabajando por mi país, estoy yo, y está toda una nación detrás. La de los hombres buenos.
 

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