Opinión

OBITUARIOS

Jardiel Poncela dejó escrito que 'la muerte sólo tiene una cosa agradable: las viudas', y su olvido de los obituarios me resulta incomprensible. La última pieza que me encargaron en uno de los periódicos en los que trabajé fue precisamente un obituario. Creo que no hay nada más divertido, salvo cuando se trata del propio. Buena parte de los periodistas de mediana edad tienen ya escritos los suyos por si algún día se mueren, cosa que por otro lado es bastante probable. Hasta eso puede llevar esta enfermiza obsesión por controlar lo que publican de nosotros.


Lo habitual en estos artículos es ser amable con el muerto, que para eso se ha muerto. Pero ocurre que en ocasiones el muerto es un indeseable. No por nada en especial, sino porque ya era un cabrón en vida. Por eso discrepo de todos los colegas que hacen del muerto un gran tipo por el mero hecho de estar muerto. Mención aparte merecen algunos muertos ilustres, para los que Chesterton reserva la excepción que confirma la regla: 'Un gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído'.


Con esto en la cabeza me puse a trabajar en el encargo de mi director y me lancé sobre el obituario de un músico de jazz cuya vida desconocía y de cuyas canciones sólo tenía una lejana noción. Qué manía tienen algunos de morirse antes de ser famosos. Tal vez aquella trompeta que lloraba notas extrañas en la megafonía del cuarto de baño de la gasolinera del área de servicio del km 333 de la autovía A6 fuera la suya. No podría olvidarlo. Como tampoco podría olvidar esa práctica tan extendida hoy en los servicios de carretera para evitar que la gente acuda al baño, consistente en depositar la responsabilidad de la higiene del recinto en manos de la mugre.


Miré su foto, trompeta en mano, y me monté en un taxi. Aquella noche escribí el obituario de este tipo durante un concierto de jazz en el que nadie sabía quién era. Buscaba inspiración entre su música. El club era oscuro como la noche que dormía al otro lado de la puerta, y sólo brillaban de vez en cuando los reflejos plateados de los instrumentos entre las copas. Un cuarteto se afanaba en ponernos el alma en vilo con notas escurridizas. Hay bares en los que parece que el hielo viene del Ártico, y que las botellas de Ron Pampero las trae del día un gaucho heredero de Alejandro Hernández que partió esa mañana de la Hacienda de Ocumane en Venezuela. Son los mismos bares en los que imaginas a un montón de tipos soplando vidrio a contrarreloj para hacer copas en el ropero. Por suerte, la camarera comprendió que lo que yo requería era una atención urgente. Mientras todos esos idiotas que hacían cola se estaban divirtiendo, yo estaba trabajando. Y no parecía dispuesto a esperar hasta el alba para tomarme otra horchata. Por alguna razón que desconozco, cuando sacas un bloc y un bolígrafo en la barra de un bar de copas, la gente se siente invitada a la conversación, por otra parte inexistente salvo en el interior de mi cabeza; un lugar de muy difícil acceso sin instrumental quirúrgico. Así que pedí más volumen a la band y fui todo lo descortés que me dio tiempo a ser con todo el mundo, hasta que los chicos se bajaron del escenario y me rodearon. Por un momento creí que venían a darme una paliza, así que les aticé yo el primer golpe soltándoles el nombre del finado y escrutando sus gestos como maestro viejo. Caras de desconcierto. Uno de ellos había escuchado algo de él. 'Jazz elitista, muy fino, precursor', balbuceó en un extraño castellano etílico, mientras se secaba el sudor. Tomé muchas más notas de lo que merecía la conversación, luego las tiré, y me fui a otro bar más tranquilo. Es un viejo salón por el que me dejo caer cuando se me atasca el artículo al filo de la madrugada. El dueño me dijo que estaba cerrando y que sólo quedaban cervezas y patatas fritas, así que me puso un ron con hielo y unas albóndigas. Amigos.


La piedra de hielo gira en el vaso, y el pianista está especialmente inspirado. Tal vez demasiado para ser lunes. Mi pluma fluye con un obituario lleno de vida y de rock, paradójicamente, en el que el muerto queda como un gran tipo y como un maestro capaz de llegar a la piel más sensible, al oído más elitista.


Doble filigrana literaria con la historia del jazz, y cierre por todo lo alto: 'el sonido de su saxofón lo convirtió en un precursor, en un precursor de sí mismo'. Fin de la pieza. ¿'Precursor', les suena? El pianista da el visto bueno con una de esas alegres canciones de jukebox de los 50. El dueño del café teatro, echa un ojo al texto, y asiente sin florituras. La última vez que le vi sonreír fue en el entierro de su mejor amigo. Brindis, entrega y a dormir.


El obituario salió a los dos días. Sigo sin lograr recordar cómo se llama el muerto. Aquello fue muy celebrado. De esas veces que la gente se alegra de que el muerto haya muerto, por haber podido leer tan ilustre obituario. No sé por qué les cuento todo esto. Supongo que por matar el rato. O quizá porque últimamente se extiende una nueva clase de obituario. Lo firman los propios cadáveres, con lo que el finado queda realmente bonito. Son muertos vivientes. Porque no están médicamente fuera de este mundo, aunque en ocasiones parece que orbitan en galaxias muy lejanas.


Me refiero naturalmente a los obituarios que han escrito -es un decir- cadáveres políticos como Aznar, Zapatero, y González sobre sí mismos y que estos días compiten en las librerías. Qué hermosa lección de cosmética. Qué sentido común. Qué buenos son que nos llevan de excursión. Qué ejercicio literario tan sugerente. A mí en concreto me sugiere una pregunta: ¿por qué todo eso que ahora dicen no lo hicieron cuando estaban en el Gobierno? Y me sugiere una respuesta: pues porque estaban en el Gobierno. Qué pregunta más estúpida. Es mucho más sencillo salir ahora echándole el muerto encima a otro.

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