Opinión

Réquiem por un verano

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Me gusta sentarme en la playa al final del verano. En la lenta marcha del turismo. Salen de todos los colores, a borbotones, hacia exóticos destinos. Van dejando atrás la guerra. Tal vez como soldados. Y se llevan talismanes y algunas marcas en la piel. Y aquí, desierta, triste y sola, se queda la playa, como Fonseca en los años de tuna, aguardando a que venga el otoño, con sus cielos lánguidos y vaporosos, y sus poemas de amor desafinado de Diego Vasallo.

Volverán días grises de lluvia, y tus ojos verdes, y un montón de recuerdos de los días de escuela y pantalón corto. Volverán tus manos pálidas sobre otras manos temblorosas, las silvas a comerse el camino de tierra, los lunes zombies de mucho café, y los dibujos robados por el mar a la arena mojada. Volverán las noches frías y brillantes, si es que tienen razón tantos poetas. Pero hoy, en el rumor esquivo de esta última tarde, me entretengo escrutando el horizonte, bebiendo a largos tragos el denso aroma de la bajamar.

Me gusta sentarme así, en la arena húmeda, a esa hora en la que los románticos se asoman al malecón a cazar lágrimas de salitre con la retina. Mirada lenta y música de Los Secretos en los cascos. Se funde con la orilla efervescente, en la que se enredan miles de pequeñas piedras de colores. Y suena la voz de la melancolía. El timbre apagado de Enrique Urquijo, cantando con la cara oscura del alma a los sueños de primeros de septiembre. Hay miradas que perdimos en la calle del olvido y que de pronto se plantan sobre una ola, te arruinan un instante, y se esfuman hacia el silencio en el que habitan los fantasmas imposibles, los amigos cuarteados, los besos inalcanzados, y los amores muertos. Imagino que allí en su nada celebran fiestas de ausencias, con enlutados trajes de juventud, y ofician funerales de sonrisas, vestidos con ropa de boda. Se hará perenne entonces la presencia de las flores.

Ha entrado la niebla por la bahía, llenando el paisaje de pequeñas perlas de agua. Me llega el humo de un cigarrillo. Dulce recuerdo de los días buscando fuego en los recovecos de la palma de la mano, dándole la espalda al nordeste. Ella tiene poco más de veinte años y pasea a un pequeño perro negro de pelo rizado. Vestida de otoño, con los ojos azabache y la mirada melancólica. Persigue las huellas al sol de los turistas, alargadísimas sombras que arrasan la arena a la hora del crepúsculo.

Se hace fuerte a través de la niebla una franja de luz, una grieta en el cielo encapotado. La chica camina despacio, silueta esbelta del atardecer, perfil de la belleza entre destellos naranjas. Consulta vagamente su teléfono, esboza una leve tristeza en los labios, y se entretiene recogiendo conchas. Con toda la juventud en las manos, acaricia la arena, y el cabello en negras ondas, revuelto a ratos por los caprichos del viento. Suspira por los besos que ha perdido mientras suspiro por los versos que he ganado.

Septiembre da sombra al oeste. Trae la novedad del primer ruido de coches del año, el silbato enérgico el cruce atestado de urgencias, las pandillas colegiales reconociéndose aún serenos, aún callados en el aula, meses antes de romper las normas. Ráfagas de tiempos caducos en las primeras luces de la noche, cambio de marea, y promesas de años con mucho vino para brindar.

Nos tiñe la luz áurea de una farola. Ella se ha sentado cerca a contemplar el final del verano desde mi balcón, mientras su perro se pierde entre los fardos de algas secas, buscando el oro sucio de los turistas. Hila conchas con manos frías y sonríe al viento sin cerrar los ojos, retándolo a que le robe una lágrima furtiva. Enrique derrapa amargo entre afiladas guitarras eléctricas. “En la ciudad”, canción de invierno en blanco y negro, de calles vacías atormentadas por el silencio. Las zozobras de septiembre se escriben en esos poemas que suben por edificios grises, y se pierden en la bruma de los tejados, incompletos, como los deseos de los locos.

Dicen que esta noche habrá mareas vivas pero aquí solo vemos horas muertas. Vías de agua se abren paso entre la arena seca en las tenaces arremetidas del cambio de marea. Llegan a las rocas los pescadores, resplandece a mi espalda la luz de cena de los comedores, y la silueta joven y bella ya no es más que una sombra entre las sombras, descubierta por el rescoldo traidor de su cigarrillo.

Al “No supo que decir” de Los Secretos le crecen gestos, y ojos, y labios, y palabras trémulas y estúpidas, y copas alzadas al viento, de cuando sólo teníamos arena en los bolsillos. Noche, es de noche otra vez. Y es verdad. La madrugada que se lleva al mes de agosto en larga y solemne procesión sigue siendo igual que siempre, aunque todo lo demás sea como nunca. Ya no hay que esperar en el rompeolas de la suerte por si vuelve, ni hay que discutir en la estación del primer tren. Ya no hay que hacer bulto en la puerta de los bares, ni hay que mirar de reojo a las niñas de las faldas caras y el pelo recogido. Ya no hay que arrastrar a los chicos malos hasta la puerta de papá, hervidos en alcohol, ni hay poemas de promesas, ni promesas de poemas. Y sin embargo, tiene la noche el mismo brillo. Tiene la joven de ojos azabache el mismo aroma a esperanza. Y tienen las sombras de la última playa de agosto el mismo guiño hermoso de la soledad que antaño, cuando los veranos se iban para volver.

Tendrán, me temo, que arrastrarnos de este lugar. Tendrán que desgarrarnos de esta noche, a ti, princesa de ojos negros, a Enrique Urquijo, a mí, y a todos estos recuerdos. Tendrán que dispararnos a los pies, tal vez, para que claudiquemos a la gran ciudad, a los rostros amarillentos de la mala salud, y a los mensajes urgentes en el teléfono. Que voy a lanzarlo al mar, antes de que su reloj arruine la belleza de este presente. Frío, ingenuo, y prometedor. Como un septiembre por estrenar.

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