Opinión

Un año con el Papa Francisco

Se cumplió el pasado jueves, 13 de marzo, el aniversario de uno de los acontecimientos que más ha cautivado al mundo en los últimos tiempos: la elección de Jorge Mª Bergoglio como sucesor de Benedicto XVI en la cátedra de S. Pedro. Desde la misma elección que hizo de su nombre como papa, el de Francisco, no ha dejado un solo día de sorprender y entusiasmar a católicos y no católicos por su manera de ser abierta y afable, pero al mismo tiempo firme y resolutiva.

Decenas de anécdotas le retratan sonriendo, disfrutando en medio de la gente. Sus gestos son signos inequívocos de alguien que desea estar cerca y no lejos. Quiere que le vean como es y no tiene miedo de ser espontáneo y directo. Por otro lado, nos encontramos ante una persona resolutiva, capaz de tomar decisiones de alcance aunque trabajadas y meditadas de forma colegiada. Con el don de saber conjugar el ejercicio de la autoridad con la prudencia más exquisita y que ejercita permanentemente el verbo “orar”.

Este es el papa Francisco y estos son algunos rasgos más llamativos de su personalidad: bendecido para proclamar con naturalidad y sencillez la eterna belleza del Evangelio; con la fortaleza necesaria para prescindir de actitudes defensivas y con la templanza bien colmada para no caer en provocaciones. En efecto, este papa no quiere parapetos, ni muros ni trincheras. Quiere “lío”, despertar de la indiferencia y no dejar entrar en nuestro corazón la cultura del descarte.

Desde el entorno europeo quizá se eche de menos la mirada atenta a la que estábamos acostumbrados con Juan Pablo II y Benedicto XVI, dos papas de sólida formación filosófica, teológica y cultural europea que encabezaron la respuesta al relativismo a la cultura de la desvinculación y que infundieron coraje a muchos cristianos de fe y también a agnósticos de cultura cristiana.

Algo de cierto puede haber en esta nueva mirada que las diferencias necesarias entre dos papas enraizados en la cultura centroeuropea y otro de procedencia latinoamericana deben producir. Pero esto no solo es una consecuencia positiva de la universalidad católica y, también hay que decirlo, de la progresiva marginalidad de la cultura europea en las dinámicas sociales del mundo. Quizás el papa no conozca a fondo la realidad europea (y su amarga sorpresa del elevado número de abortos en España sería una muestra), pero es que el mundo no puede interpretarse ya en sola clave europea.

En una de las más recientes entrevistas a un diario italiano, se define a sí mismo como una persona normal, muy lejos de la aureola de “supermán” que han construido algunos medios de comunicación, atribuyéndole intenciones revolucionaras para cambiar la Iglesia. Pegado a la dura realidad del mundo y animado por el fuego de Espíritu de Dios, el romano pontífice no deja de ser un misionero universal con el corazón en la mano. Su deseo es ver a la Iglesia pobre entre los pobres, como un hospital de campaña dedicada a curar a los heridos, sin preguntar quienes son y de donde vienen. El papa, en definitiva, se ha propuesto la tarea de derribar el muro de la indiferencia mundana y ofrece para ello la ternura de Dios que no se cansa de perdonar. Como afirma monseñor Blázquez, nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española: “El papa Francisco es todo un regalo de Dios a la humanidad”.

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