Opinión

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El papa Francisco acaba de anunciar que el próximo 27 de abril, precisamente en la fiesta de la Divina Misericordia que instituyó el papa polaco el año 2000, serán canonizados los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. Las canonizaciones han sido siempre una fiesta en la Iglesia porque significan el triunfo de la gracia y de la bondad en medio de un mundo de maldad y miserias. Como ha explicado el romano pontífice en una de sus entrevistas, la Iglesia es madre y por lo tanto fecunda a despecho de acosos externos y sequedades internas. 'Es la santidad del pueblo de Dios paciente, la santidad común', subraya el papa.


Ángelo Roncali y Karol Wojtyla son hijos de ese pueblo de Dios paciente, cuya verdadera fisonomía esculpe la fe a través de las circunstancias cotidianas. Ambos siguieron al Señor sin alforjas ni sandalias, cuando les llamó para que confirmaran la fe de sus hermanos. El primero entendió, no sin inspiración divina, que la Iglesia debía purificarse y volver a los orígenes, precisamente para aprender de nuevo a hablar al corazón de los hombres del siglo XX y así comunicarles la salvación de Jesucristo. Y para ello lanzó el gran acontecimiento del Vaticano II. El segundo recibió la herencia preciosa (marcada por el dolor) del papa Montini y entendió que la Iglesia debía abandonar cuitas estériles y bajar de nuevo sin miedo a las plazas para una nueva evangelización porque el hombre (tal como es, tal como ríe y llora en cada tiempo) es el camino que la Iglesia ha de recorrer para mostrarle que Cristo es la única respuesta a su corazón sediento.


Juan XXIII abrió el arco de estos últimos cincuenta años con el impulso profético del Concilio y Juan Pablo II mostró la verdad de su intuición :que pese a los agoreros de cierta modernidad, la fe sigue viva, la Iglesia rejuvenece, mientras las ideologías y las modas caen por los suelos.


La sabiduría del papa Francisco nos va a permitir contemplar el próximo 27 de abril en una misma imagen el camino único de la Iglesia que atraviesa el espacio y el tiempo. Dos papas grandes y santos que han respondido a las sugerencias del Espíritu y a la necesidad de la Iglesia desde sus respectivos y diversos temperamentos y ahora serán colocados como ejemplo de todos los cristianos en una única ceremonia. Algunos han intentado oponerlos. Ahora con este gesto el papa da a todos una trascendental lección. Pero la historia continúa, porque, pese a nuestra necedad tan vieja y aburrida, la fuente de la santidad nunca se seca. Por eso, solo por eso, la Iglesia no se derrumba jamás.

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