Opinión

Ciento cincuenta y un teatros

Jueves, 8 de febrero

Hace tiempo que no escribo de teatro. Allá en los ochenta colaboré en algunas revistas y hacía crítica teatral. Lo que sé lo aprendí del maestro Haro Tecglen. Como era amigo de su hijo Eduardo, alguna vez lo acompañé a ver una obra. Todo Madrid sabía que si asistía el maestro su crítica, siempre certera, podía ser halagadora y algunas veces implacable.

Era muy cierto que cuando, detrás de las cortinas, los actores le veían entrar se ponían de los nervios. Si su crítica en El País era demoledora, estaban listos. No era que su crítica hundiese la obra pero cierto que influía mucho en los espectadores. Trataba de ser ecuánime, había visto mucho teatro y analizaba con sabiduría la obra.

Allá me fui a ver la obra “Las guerras de nuestros antepasados”. Me acerco a Olga Mojón, la directora del Teatro Principal, y le pregunto cómo es la relación de los ourensanos con el teatro. Ella lleva desde el año 96 al frente de este teatro, ciertamente con prestigio en el mundo artístico. Incluso han llegado compañías a hacer su estreno mundial en esta institución.

Ella sonríe pícara a mi pregunta: “Sin duda, esta ciudad ama el teatro, con frecuencia se agotan las entradas pero ¿sabes?, cómo te diría, tenemos un público un poco raro. A veces me llevo sorpresas porque obras que han triunfado en muchos escenarios, aquí pasan desapercibidas. Pero es un público generoso con los actores al final de la obra”.

Me despido, pero ella me detiene y me dice con cierta tristeza: “Hay algo que me apena, creo que no se les enseña a los niños a amar el teatro. Nosotros nos movemos pero los colegios colaboran poco. Mira, el teatro nació allá en el siglo V a. C. Y menos mal que tenemos este teatro. En otros países cuidan más este arte. Fíjate, en París hay ciento cincuenta y un teatros”.

Pero hablemos de la obra y sus actores. Allá en el 75, Delibes publicó “Las guerras de nuestros antepasados”. Un canto al pacifismo, ¡ah!, cuando la brutalidad se ceba en los hombres. El libro cuenta siete citas del psiquiatra de la prisión con un asesino. Recuerda la crueldad de la guerra de África. Describe, por ejemplo, el empuje de la bayoneta al entrar en el vientre. El libro está lejos de “Los santos inocentes”, pero es absolutamente actual, ahora que aceptamos como normal la barbarie.

La obra es una acertada adaptación del libro del maestro vallisoletano. Una dramaturgia austera y dos actores que conocen el arte de conmovernos. Cielo santo, allí están Carmelo Gómez y Miguel Hermoso. Siempre he tenido una gran admiración por el actor Carmelo. Dos premios Goya. Desde entonces me atrapó su voz grave, su presencia, su carisma. Allá en los noventa causó tal impresión que le apodaron “El Actor”.

Sorprendió de Carmelo su catarsis allá en los ochenta y noventa, donde dejó el cine abominando de él y se retiró a su refugio. Lo recordamos en el papel de “malísimo” en “Yo soy Bea”. Allá en el 86 en “El viaje a ninguna parte” de Fernando Fernán Gómez. Nos atrapó en “Tierra” y “Días contados”. Pero un día de los noventa dijo simplemente: “Yo no quiero más cine”. Afortunadamente, ahora vuelve con “Las guerras de nuestros antepasados”. La obra es una especie de puzzle donde las piezas van encajando lentamente. Quizás haya un excesivo protagonismo de instrumentos de tortura como el garrote vil y, por momentos, le falte una pizca de emoción. Pero la obra atrapa. Miguel Hermoso en su papel de psiquiatra se mueve por el escenario como pez en el agua. La sala llena, los espectadores ourensanos, fieles a su estilo, aplaudieron con generosidad el esfuerzo de los actores.

(Estamos en febrero, días de lluvia. Qué mejor que refugiarte en el teatro. Allí crecerás, recordarás las grandes preguntas e incluso sanearás el alma).

Viernes, 9 de febrero

¿Acaso me preguntas por qué estoy triste? Sabrás que el portero Miguel Ángel se ha ido a jugar a otra liga en otra dimensión. Ya sé que el viento se lleva las hojas de los árboles. ¿Pero no escuchas cómo maúllan todos los gatos del mundo?

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