Opinión

El último rojo

JUEVES, 19 DE OCTUBRE 

Me llevé una alegría al recibir un correo de Concha Barral, mira tú, me da las gracias por recordar a su compañero Eduardo Haro Tecglen. Escribí: “En aquellos años, teníamos como una biblia la revista Triunfo, en que el olvidado Haro Tecglen nos concienciaba con sus artículos”.

Me dice Concha: “Escribe ‘olvidado’, sí. Eduardo murió en 2005. Para un país de escasa memoria, una eternidad”.

Cierto, Eduardo fue literalmente un maestro para mí. Jamás fui tan fiel a la columna de un periódico. Como tantos, abría con urgencia el diario El País y buscaba con avidez su artículo de cada día, “Visto/Oído”. Me escribe Concha: “Cada día echo de menos su opinión, ese ángulo que podía descubrir en la maraña de tópicos, lugares comunes y falsedad aceptada”.

Cielo santo, créeme, cuando falleció me sentí como un huérfano. No exagero, cuando lo leía a primera hora era como si me diese fuerza para empezar el día. Era valiente, sus textos llenos de inteligencia nos hacían reflexionar y nos invitaban a combatir en la vida. Lamentablemente no tuve demasiada relación con él. Sería el 2004 cuando vino a dar una conferencia al Liceo. Sucedió que yo fui muy amigo de su hijo, Haro Ibars. Me acerqué hablándole de él. Le conté de nuestras rivalidades en los ochenta porque él era letrista de la Orquesta Mondragón y Javier Gurruchaga. Yo, de Miguel Ríos. Teníamos unas discusiones del carajo, Ibars siempre me decía que yo era un blando. Un día le pedí un prólogo para una reedición de un libro mío. Va él y escribe: “Todos los que nos quieren mandar son unos hijos de puta”.

Pero volvamos a don Eduardo. Así que le abordé al terminar el acto. Me trató con calidez cuando le hablé de su hijo: “Así que usted también es letrista. Pues le cuento, una de las últimas cosas que hizo mi hijo Eduardo fue llevarme a la Sociedad de Autores. Allí firmamos un documento y, mire, me nombró heredero de los derechos de autor de sus canciones”.

La vida de Haro Tecglen fue muy intensa. Ya su padre Haro Delage, periodista y comediógrafo, había sido muy represaliado. Era subdirector de La Libertad, un diario que incluso durante la Guerra Civil fue “Republicano, independiente, órgano del Frente Popular”. Era inevitable, al terminar la contienda fue condenado a muerte. Eran momentos críticos, pero intervino Pemán. Así fue como se zafó de la pena capital. 

Don Eduardo había crecido en el barrio de Chamberí, en el Madrid más bullicioso y auténtico, entre trileros y personajes llenos de ingenio. Era un periodista pura sangre. Colaboró en un montón de periódicos, comenzó en el diario Informaciones, del que fue corresponsal en París. Fue un estudioso del mundo árabe. Director del periódico España en Tánger. Su hijo, Haro Ibars, siempre me contaba cosas de aquel Tánger lleno de personajes literarios. Cierto, ya conté en un artículo que hicimos un breve viaje juntos a la mítica ciudad marroquí con algunos amigos, entre ellos Leopoldo Panero. Fue un poco decepcionante, ya no era el Tánger que soñábamos.

Pero para mi generación, Haro Tecglen siempre será el hombre de Triunfo, aquella revista que, ya dije, fue nuestra biblia en las décadas de los sesenta y setenta. A lo largo de su existencia, la revista sufrió secuestros y persecuciones. Ay, siempre vigilada por el ojo codicioso del censor. Los redactores hacían lo que podían y, dados los tiempos, trataban mucho la política internacional. También editaban Tiempo de Historia, un análisis sobre el siglo que dirigía el maestro. Cerca de media noche escuchábamos “La Ventana” en la Ser, donde él tenía un espacio lleno de ironía, “Barra Libre”. Vivió años aciagos, cuatro de sus hijos, como casi toda aquella generación, fallecieron víctimas de aquellos años confusos, llenos de desinformación, excesos y desencanto. También muy creativos. Ay, creíamos en aquella cita del clásico: “En el exceso está la sabiduría”. Ya con Concha, en los noventa, adoptaron dos niños. A Haro Tecglen le gustaba decir: “Soy el último rojo”.

(Pienso ahora dónde están aquellos cronistas brillantes de su generación. Todavía los vi en La Vaquería, un oasis de resistencia, el local del poeta Sola, que la extrema derecha destrozó con una bomba. Ah, o en el pub Santa Bárbara, allá en Fernando VI, donde se fajaban en grandes discusiones los progres. Me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí. Los escribidores están mansos, confortables y muy sumisos. Pienso en don Eduardo y en mi mente suena la voz de Mercedes Sosa: “Si se calla el cantor, calla la vida…”).

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