Opinión

Inconsolable desdicha

Escribo en una mesa de mármol del venerable Café Majestic de Oporto. Perdona que me ponga romántico, pero solo aquí, en Portugal, puede suceder: muy cerca, un hombre de negro, como vestido de luto por la vida, escribe lentamente en una gastada libreta. Nada de ordenador, a mano. 
Sospecho que el hombre, ojos hacia adentro, probablemente escriba una carta de amor a su amada. Intermitentemente pide vino verde. El camarero le sirve solícito con un estilo melancólico y decadente. 

O Majestic es el último de su estirpe. Las agazapadas y despiadadas multinacionales ya se han tragado otro café de culto, O Imperial. Ah, Oporto. Poseía los mejores cafés antiguos de Europa. Casi todos tenían piano para que el cliente con mal de amores disipara sus penas. Miro alrededor. Por fortuna, la mayoría de los clientes todavía leen O Comercio o subrayan con un lápiz las líneas amadas de algún libro. 

Te juro. Aquí aún puedes ver mujeres fadistas, mujeres solitarias y fatales. Quizá piensen que ‘la cuota de suerte asignada por los dioses ha finalizado’. Contemplo los hermosos espejos belgas que cubren las paredes y me acuerdo de aquel anciano poeta que vendía sus propios libros. Lo veo ahora, erguido, chaleco perforado por los cigarrillos que aspiraba sin interrupción, como Machado.
Y allí está, en la bohemia rúa Miguel Bombarda, cerca de la Igreja do Carmo. Notó que yo era español por el acento y se me acercó vagamente desafiante. Me espetó: “Me gusta España, no niego que ustedes tienen los mejores pintores del mundo, pero nosotros, los portugueses, poseemos los más grandes poetas, ya que todo portugués es un ser inconsolable”. Ah, no discutí. Acepté su orgullosa afirmación. Cierto, cuando me entregó su libro percibí esa secreta predisposición a la desdicha de todo lusitano.

(Inevitablemente, estoy en la puerta de la Librería Lello, una de las más bellas del mundo. Ay, no me atrevo a entrar. Maldita sea, no cesan de llegar autobuses repletos de turistas que entran atropellados, armados cámara de fotos en ristre tal si fuesen a tomarla por asalto.

Veo a un hombre que por su uniforme trabaja allí. Ha salido a fumar un cigarrillo. Me doy cuenta de que mira a la turba recién llegada con ojos secretamente despectivos. Me dice: “Mírelos, les temo, no crea que compran libros, solo arramplan con los mediocres ‘best sellers’ de los carroñeros grupos editoriales, disparan sus fotos aquí y allá y se van sin más”. Continúa: “Soy un librero viejo y algo poetón; ya sólo espero jubilarme”.

Hasta no hace mucho, acceder a la Librería Lello tenía mucho de ceremonia, como si entraras en un recinto sagrado. Hoy, el libro ya no espera a su lector, como si se hubiesen cancelado todas las citas.)

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