Opinión

La sirena del miedo

ALBA FERNÁNDEZ
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JUEVES, 12 DE OCTUBRE

Mi amigo Ibrahim ha cerrado estos días su pequeña hamburguesería en donde hace también dulces orientales. Mi amigo Ibrahim está muy desolado. Ayer tenía la persiana medio bajada y pude hablar con él. Lo encontré muy pálido. Mi amigo Ibrahim es palestino. Allí, en la zona de Gaza, nació, creció hasta que decidió con su mujer venir a España. Mi amigo tiene un hermano muy implicado en la guerra con Israel.

Mi generación, que estudió en la universidad en los setenta, siempre estuvo cerca del pueblo palestino. Recuerdo manifestaciones en que llegábamos a parar el tráfico en una zona de Moncloa y Argüelles. En aquellos años, teníamos como una biblia la revista Triunfo en que el olvidado Haro Tecglen nos concienciaba con sus artículos.

Pero volvamos a Ibrahim. A veces, antes de cerrar su local, conversábamos sobre la tragedia de la tierra palestina. Alguna vez me contó cómo creció escuchando un día sí y otro también la sirena que anunciaba un bombardeo: “Tenía sólo ocho años, cayó un misil a escasos metros de mi escuela. Como siempre, todos corrimos a protegernos en el refugio. Un refugio muy elemental donde nos amontonábamos sin luz y apenas agua. Allí resistíamos horas, a veces muchas horas. Al terminar, cuando cesaron los ataques y regresamos a la escuela con nuestras libretas bajo el brazo, esperamos pero el maestro no apareció. Había fallecido como tantos. Me marcó mucho la muerte de aquel maestro tan cercano que me enseñó a amar a Palestina”.

Ayer Ibrahim estaba muy confuso, lleno de dudas: “Mi hermano se las arregló por internet y me soltó ‘¿Qué haces ahí? Estás calentito y ves la televisión mientras tu país sufre al límite. Sabrás que nuestra casa ya no existe y que hay trescientos mil reservistas israelís que van a entrar en nuestro país a sangre y fuego”. Yo trato de tranquilizarlo, le digo que tiene derecho a buscar otras tierras en que progresar.

Ibrahim me dice con voz dolorida: “Pero si ocupan tu casa, te arrinconan y te desalojan ¿tú qué harías? Seguro te defenderías”. Yo guardo silencio. Al fondo en una mesa está sentada su mujer con un niño entre sus brazos. Me dice Ibrahim: “Mi patria sólo tiene cuarenta y cinco kilómetros de largo y diez de ancho, y allí viven dos millones y medio de personas. Como los ávidos capitalistas que van recortando el Amazonas, nuestra tierra va también empequeñeciéndose”.

No sé cómo consolarlo. Le cuento cuando el periodista Cuco Cerecedo nos relataba sus conversaciones con Arafat, que lideró la Organización para la Liberación de Palestina. “Todos los israelíes con sus perros bulldog lo buscaban incesantemente, jamás dieron con él. Cerecedo estuvo a su lado un tiempo, pero nunca nos quiso decir cómo el líder se escondía y viajaba de un lado a otro”. Por primera vez, mi amigo Ibrahim casi sonríe. Así que me lanzo y, para animarlo, le pregunto si sabe quién es Isabel Pisano. No la conoce y le digo: “Isabel Pisano era la mujer de un gran compositor que creó una adaptación del ‘Himno a la Alegría’. Poco después él se suicidó. Isabel había sido miss, era muy bella. Atraída por la imagen de Arafat, allá se fue como escritora, se enamoraron y estuvo un año a su lado, no está claro si llegaron a casarse”.

(No me atrevo a recitarle aquel verso de Martí: “La libertad de mi patria quisiera verla surgir entre alas, no entre charcas de sangre”. Tampoco me atrevo a decirle el verso de Oroza: “Dejad que el trigo crezca en la frontera”. Ibrahim está ahora en silencio y pensativo. Busca en su mochila su móvil, sólo me dice: “Estas fotos me las envió hace tiempo mi hermano. Mira esas ruinas, ¿ves?, justo ahí estaba mi casa”. Cuando me despido, leo en sus ojos heridos el mensaje de su hermano…).

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