Opinión

Mear sobre el infierno

VIERNES, 26 DE ENERO

Cómo es la vida. Desde hace años no sabía nada de mi editor de los años setenta y ochenta. Hablo de Juan Luis Recio, que con su compañero Javier fundó aquella editorial de leyenda, La Banda de Moebius. Bueno, algo sabía. Él siempre tuvo un aura de dandi y escribía sobre cócteles y el buen vivir en la revista XL Semanal. Alguien me dijo que tuvo una etapa de tabernero, otra de eficaz e importante ejecutivo en Madrid. También de letrista de la banda de su hermano Patacho, de aquella banda insolente, Glutamato Yeyé.

Nacido en Canarias, curtido en el asfalto madrileño, siempre amó Galicia.

Cierto que en su biografía destaca que quizá fue el editor más contestatario, como decíamos entonces. Él dio cobijo a los grandes malditos de los setenta. Por las escaleras de su editorial, cuando se oían los pasos de Leopoldo Panero, temblábamos todos, allá iba y arramplaba con todos los licores de la nevera. Otras veces llegaba el brillante Eduardo Haro Ibars, que se sentaba en un sillón al fondo y maldecía los años del general. Otras, llegaba pacífico y sonriente el gran Emilio Sola. Ay, su poema “La isla” siempre me conmueve: “Dónde estará Pierrot,/ tan prematuramente solo,/ tan prematuramente envejecido./ Dónde estará./ Beber la copa que ha dejado abandonada un bebedor cansado,/ fumar el cigarrillo que le ha dado algún desconocido,/ absurdamente sonreír cuando le dicen vete…”.

Recuerdo aquel día de los setenta en que Emilio traía la idea de montar La Vaquería, un refugio para libertarios, escritores malditos y la vasca que anunciaba ya la movida madrileña. Podías servirte tú mismo, te fiaban y si estabas inspirado podías recitar un poema en voz alta. Recuerdo que Emilio dijo: “Si lo montamos, tiene que ser en la calle Libertad”. Así fue, calle Libertad 8. El local siempre era una fiesta. De aquellas, se movían en Madrid grupos de extrema derecha protegidos por los maderos, que si no les gustaba el público de un local, allá entraban con bates de béisbol. ¡Ah! Sabían golpear en las rodillas y, si tal, ordenaban: “Todos en pie. Brazo en alto. A cantar el Cara el Sol”. El fin de La Vaquería fue un atentado, no quedó rastro.

Pero volvamos a Juan Luis Recio. Acaba de sacar un poemario de versos inquietantes, tiernos y salvajes, que escribió en su tiempo de Santiago. La verdad es que aluciné un poco al saber que durante cuatro años ejerció de jefe de protocolo del mismísimo Fraga Iribarne, entonces presidente de la Xunta. Recorrió continentes, siempre muy próximo a él, pero sé que tenía otras vidas y con frecuencia salía a quemar la noche santiaguesa.

Pero te cuento. Finales de los setenta. La tarde en que, con mis escritos y poemas bajo el brazo, timbré acojonado en aquel piso de la calle Limón. Allí estaba la editorial. “Traigo este material y me gustaría que lo editaseis”. Bebimos unos daiquiris que él preparaba con elegancia. Le conté algo de mi vida y me dijo, ya en la puerta: “Pásate dentro de tres días y hablamos”.

Eran tiempos complicados para buscar editorial. Pasados tres días, pulsé casi temblando. El timbre, el timbre. Pues me abre Juan Luis muy sonriente. “¿Otros daiquiris? Bueno, Jaime, nos han gustado tus textos y te los vamos a publicar”. El daiquiri casi cae de mis manos. Imagine el lector mi corazón a tumba abierta. Poco tiempo después, salió “Irrevocablemente inadaptados”. Había unas páginas agresivas contra el servicio militar, texto peligroso para entonces. Así que decidió publicar unas fotos de soldados con toda su tristeza y una página en negro. Has sido el editor más valiente de la Transición.

(Leo ahora tu libro “Compostela por detrás”. Cierto, no has perdido ese toque divertido que forma parte de tu caminar por la vida. Tus versos los cantaría con pasión el propio Jim Morrison. Ahora me levanto y busco un disco de Janis Joplin que me acompañe. A veces, me río. Otras, asoma en mí una sonrisa amarga. Algunos nacieron en paseos erráticos por las calles mojadas de Compostela. Todo tú, apéndice de corazón. “Amo Compostela con ojos turbios”. Otros son cosmopolitas, como el que escribiste a la puerta del cementerio de Charf en Tánger.

Ojalá me invites, “Dame la mano, amor, que voy de fiesta, y apaga con meadas los infiernos”.

Ay, amigo, la brutalidad se ceba en el mundo. Pero abre tu ventana que da a la playa, verás chicos voluntarios con sus bolsas recoger los pélets).

Te puede interesar