Opinión

Aquella sonrisa cómplice

VIERNES, 29 DE DICIEMBRE

Se cumplen cuarenta y cuatro años de la muerte de don Eduardo Blanco Amor. Y cómo es la vida, hermano lector, precisamente ahora se acaba de publicar quizás su mejor novela “Los miedos”.

Pero te cuento. En aquel año 61 esta novela fue finalista del Premio Nadal en Barcelona. Es bien cierto que en todos los círculos literarios se dijo que la novela del ourensano era muy superior a la ganadora y que sin duda era la virtual vencedora. Ay, los censores la persiguieron como perros rastreadores. En aquellos años los editores tenían que llevar el original de la obra para que el ojo viscoso del censor subrayase con su lápiz rojo y tachase los párrafos inquietantes, sobre todo si el tema era de sexo. No sólo los editores, también los periódicos tenían que estar temprano en la mesa del fulano censor. “Los miedos” narra las aventuras de un grupo de niños que caminan hacia la adolescencia y que, de alguna manera, buscan el lado peligroso de la vida. Jugar en el lado prohibido, desenmascarar la apariencia, la inocente masturbación primeriza. Escribe un crítico: “Es sorprendente la audacia con que Blanco Amor plasma el deseo homoerótico y ubica la novela en una posición de vanguardia entre sus contemporáneos”. Insiste: “Es un narrador a contracorriente”.

Lo cierto es que sale su libro finalista del Nadal y salta el escándalo. Ay, hay que velar por la España Nacional Católica. La editorial es obligada a recoger los volúmenes distribuidos en una edición ya mutilada. Declara don Eduardo: “Me quitan los párrafos y es como si me arrancasen trozos de mi carne”. Y ahora, cuarenta y cuatro años después, por fin una editorial valiente, Cátedra, saca en castellano la obra tal cual la escribió sin los reproches del censor.

La obra no le gustó nada al censor. Lo cierto es que se sometió más de una vez a la censura preceptiva a la que siguió un informe que señalaba hasta veintitrés páginas como inadmisibles por amores ilícitos y goces onánicos. Por fin cuando se iba a editar, un amigo suyo, José María Castroviejo, denunció la novela. Nunca se rehízo nuestro escritor de aquella traición. Castroviejo había luchado en el bando del dictador Franco, incluso llegó a ser capitán por méritos de guerra. Primero abrazó el carlismo y acabó en el lado más duro de la Falange. Sorprendentemente, en esta edición aparecen en una página fotografiados don Eduardo y Castroviejo. En el pie de foto alguien escribió: “Don Eduardo y el mierda de José María Castroviejo”.

Recordemos a don Eduardo. Marcó su vida su condición de homosexual que nunca ocultó. Cuando nació, Ourense no pasaba de los veinte mil habitantes, sorprendentemente la ciudad fue creciendo con un poso literario. Para nada es un exceso su bautismo como la Atenas gallega. Ya había un puñado de periódicos de distinta ideología. También algunos café cantantes donde los artistas y escritores despotricaban sobre el mundo. En uno de ellos, siendo un niño, sirvió de aguador don Eduardo. Su trabajo consistía en llenar aquí y allá las jarras de las mesas. Allí escuchaba con avidez y curiosidad las a veces fieras discusiones. Sin duda, esa experiencia lo marcó para su vocación literaria. Después, sus décadas en Buenos Aires le influyeron en su estilo de dandi.

Recordemos su gran amistad con Lorca y que fue él quien corrigió los poemas en gallego que escribió el poeta granadino.

A su regreso definitivo a Ourense, su condición de homosexual lo marcó socialmente. Cierto que tenía amigos, escribía en este periódico y, con frecuencia, en el diario El País. Decidió partir para Vigo, más cosmopolita, y allí vivió en un hotel en el que le hacían precio especial. En Ourense tenía la todavía vigente caza de brujas. Nunca paró de escribir. 

(Pero hermano, no me resisto a contar de su entierro. Había fallecido de repente por una embolia en Vigo. Lo trasladaron a Ourense. Hubo confusión. No sabían muy bien qué hacer sus amigos. Fue Augusto Valencia el que llamó a Umbral, a Alberti entre otros escritores. Todos enviaron unas líneas. Por fin, decidieron llevarlo a la sala de honor del ayuntamiento. La anécdota verídica fue que su tumba estaba rodeada de coronas y ramos de flores. Dos días después, fallece el padre de un joven de un barrio ourensano. Los amigos de su hijo quisieron arroparlo, pero apenas reunían dinero para una corona. Allá entraron furtivos en el cementerio de San Francisco. Arramplaron con la corona más grande, no sabían que era la de don Eduardo. Seguro que el escritor sonrió cómplice).

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