Opinión

¿Tiene usted algo que alegar?

JUEVES, 22 DE FEBRERO

Cien escritores hemos rendido tributo a Carlos Oroza en un libro, “Oroza 100”. Cierto que él decía que sus poemas son para ser oídos más que para ser leídos. Pero este libro, más que un libro es un objeto valioso. Allí estamos cien personas que lo conocimos y amamos. Es un revulsivo, una obra underground para leer intermitentemente.

Contribuyo con dos textos, uno titulado “¿Tiene usted algo que alegar?”. La frase tiene su historia. Como ya he contado, yo le acompañaba en algunos recitales, digamos como telonero. A mitad del recital, cuando el personal ya estaba en un estado emotivo, luces apagadas, allá salía yo por la puerta de entrada. En mis manos, una linterna inquisidora. Sin más, se la metía en los ojos a cualquier espectador y le espetaba: “¿Tiene usted algo que alegar?”. El individuo me miraba espantado, cubría sus ojos, a veces guardaba silencio y otras casi aullaba: “No tengo nada que alegar”.

El otro artículo: “Las chicas del Drugstore”. Carlos era un caminante obsesivo y machadiano. Atravesábamos Madrid en un pispás, siempre masticando versos. “Malú” llegó a crear problemas de insomnio. Ocurrió que un empresario cercano al Régimen abrió un gran local, el Drugstore, que no cerraba jamás. Allí se concentraban artistas, bohemios, periodistas, prostitutas y, a ciertas horas, también era el abrevadero de kies pandilleros, carteristas, chulos, camellos y delincuentes. De vez en cuando había redadas: “Todos con el carné en la boca y las manos fuera de los bolsillos”. Nuestra mesa era de las únicas que los maderos no acosaban. Siempre me pregunté el motivo. Te juro, hermano lector, que con frecuencia Oroza y yo íbamos a los cabarés y salas de fiesta y jamás nos pararon ni nos pidieron entrada, siempre con un trato reverencial. Sería su magnetismo.

Entonces, Umbral, en su columna emblemática, lo bautizó como “Carlos Oroza, el poeta maldito”. Ya sabes, el término nació en Francia, allá cuando Baudelaire y Verlaine tenían aquella relación convulsa y escandalizaban a todo dios.  El rebelde busca temas oscuros y melancólicos, camina por el filo de la navaja y oye cómo susurra el diablo a su oído. Escupen a los puritanos, desafiantes del orden establecido, y perturban a quienes los leen.

Carlos perteneció a la última generación de poetas que vivían refugiados en los cafés. Un café con leche con magdalenas, alguien llegará que pague. Alguna vez lo conté. Víctor Campio fue cliente en los cincuenta de un café allá en la Plaza de Santo Domingo donde se cobijaban los famélicos poetas de posguerra. Si no tenían una perra, cosa frecuente, el generoso propietario cambiaba el café por un poema que a veces colgaba en las paredes del local.

Yo conocí a Carlos de la mano del torero contestario Diego Bardón, ya en sus últimos días del Café Gijón. Allá al lado del ventanal, lo vi sentado en la mesa del pintor de Lalín, el gran Laxeiro. A su lado tenías el café pagado. Vivía el pintor en el piso de arriba del café.

Un día Oroza dijo: “Esto ya no resplandece”, y buscó acomodo en otro café clásico, el Lion, justo enfrente de Correos. Allí pasé quizás las más hermosas tardes de mi vida. Desfilaba por la mesa todo aquel que tenía que ver algo con el arte. Siempre había bulla. Las grandes preguntas. Y a menudo, lo habitual de todas las tertulias: “ponerle un traje” a alguien. Lo digo con orgullo, durante algunos años fui como su discípulo, aprendí con él a recitar y lo acompañaba a ciudades donde le invitaban, me daba cuartel y me dejaba abrir el recital. Quizás recuerdes aquel lejano recital, espectáculo decían algunos, en el salón del Colegio Maristas. Al día siguiente, el crítico Segundo Alvarado nos puso a caldo.

(Con su muerte acabó la estirpe maldita y transgresora. Me viene un flash, aquel verso profético que define el tiempo que vivimos: “Europamos de tristeza”).

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