Opinión

La lucha por las libertades

En un tiempo de incertidumbre, dominio de lo mediático, miedo a la libertad, pánico a la verdad, consumismo y baja intensidad del pensamiento crítico, conviene subrayar la centralidad y radicalidad de los derechos humanos y de la dignidad personal como valores que preceden al poder y al Estado. Sabemos, y muy bien, que los derechos humanos no los crea el Estado ni los otorgan discrecionalmente los gobernantes: son derechos y libertades innatos al hombre y, por lo tanto, no sólo deben ser respetados por el legislador y el gobierno, sino promovidos por los poderes públicos y los privados. Tienen la configuración jurídica de valores superiores del Ordenamiento y deben inspirar el entero conjunto del Derecho positivo.

Son derechos que derivan de la dignidad del ser humano y fundamentan la propia condición personal. Son, por ello, intocables, inviolables, indisponibles para legisladores y gobiernos. Son valores que nadie puede ni debe manipular, que nadie puede, ni debe, violentar. Así, es claro, se garantiza la esencial igualdad de todos los hombres y se evita el racismo, la xenofobia, el fascismo, los totalitarismos todos.

No hace mucho asistimos sobrecogidos a los horrores del nacismo y de su concepción racista basada en la quiebra absoluta del predominio universal de los derechos humanos. Hoy, en los inicios de un nuevo siglo en el que el horizonte se vislumbra con tonalidades oscuras y ciertamente tenebrosas, estamos dominados por la dictadura de lo correcto y eficaz, tenemos miedo a la verdad, tenemos miedo a la libertad solidaria y vivimos casi presos del dogma mediático y de los sacerdotes de esa tecnoestructura que reparte a diestro y siniestro certificados de admisión al espacio público. En este ambiente, y a pesar de los pesares, debe levantarse la voz a favor de la incondicionalidad e indisponibilidad de los derechos humanos porque incluso los que afectan a la vida de las personas, están siendo duramente violados. Es el caso lento, constante, de la clonación de embriones, de la conservación de fetos con finalidades de investigación, de toda suerte de experiencias de ingeniería genética para predeterminar a la carta seres humanos, en los que se busca, más o menos directamente, la quiebra de la dignidad inviolable e igual de todas las personas, eso sí, acompañada de pingues beneficios para unos pocos que han sabido comprar los buenos sentimientos de tanta gente de bien.

Insisto, los derechos humanos son incondicionales. Tienen el carácter que Kriele predicaba de ciertos derechos que fundamentan el entero edificio jurídico. Incondicionales quiere decir lo que quiere decir. Ni más ni menos. Si empezamos a invocar buenos fines para justificar lo injustificable, estamos abriendo el camino a la posibilidad de manejar a nuestro antojo lo que nos identifica como seres humanos: un mundo sin principios, sin defensa para los débiles; en definitiva, un mundo inhumano en el que unos pocos quieren el mando y el dominio a toda costa. Si no se reacciona, nos acostumbraremos a esos monstruos que mañana nos devorarán.

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