Opinión

Ourense: una ciudad sin proyecto, una provincia con futuro incierto

Por más que resulte una obviedad manifiesta, reiterada con acostumbrada frecuencia en foros de diversa naturaleza, cuesta pasar por alto que Ourense vive inmersa en la frustración y el desaliento de la “Galicia vaciada”. Padecemos un proceso de declive demográfico que, cual pandemia bíblica, recorre buena parte del país, condiciona nuestro devenir económico e hipoteca el futuro de las generaciones venideras.

El fenómeno, como es sabido, no es nuevo, ni exclusivo de estos pagos, aunque en cada ámbito territorial adopta connotaciones particulares, al tiempo que evidencia rasgos comunes. Los estudiosos del tema llevan décadas postulando que, más allá de la caída en las tasas de natalidad propia de los países desarrollados, la desertización demográfica que nos atañe se enmarca en el contexto de la persistente tensión entre áreas urbanas y rurales. Una dialéctica que, en gran medida, obedece al juego de las denominadas “economías de aglomeración” y que tiende a generar desequilibrios acumulativos y persistentes en el territorio. Dicho en términos más digeribles, la progresiva concentración de población y de actividad en determinados ámbitos geográficos conlleva aumentos en la productividad, en las rentas y en el empleo de estos espacios y relega al resto de territorios a una dinámica demográfica y económica regresiva. Es decir, si nada ni nadie lo remedia, las áreas urbanas y las zonas rurales se ven abocadas a una evolución dispar y al reforzamiento de la fractura secular que las separa. 

Pero pocos principios y verdades resultan inexorables en un mundo en continua transformación donde la realidad cotidiana muestra un mayor grado de heterogeneidad que los postulados esgrimidos por las teorías del desarrollo bipolar. Ni todas las áreas rurales están condenadas a su desertización poblacional y funcional, ni la generalidad de las ciudades tiene garantizado un devenir prometedor. Porque una cosa son las grandes dinámicas económicas de fondo y otra muy distinta las trayectorias específicas que siguen los territorios concretos. De ahí que siempre exista margen, por muy pequeño que sea, para revertir el curso negativo de los acontecimientos, al igual que resulte factible dilapidar las oportunidades que surjan a lo largo del camino recorrido. Nada está escrito en las estrellas y cada sociedad construye su futuro, eso sí, con mayor o menor fortuna. Por tanto, el determinismo histórico propio de algunos discursos no deja de ser un recurso común de aquellos cuyo dogmatismo y frustración les impiden ver la capacidad intrínseca del ser humano para transformar la realidad que le rodea.

No obstante, todo cambio sustantivo requiere un ejercicio de planificación, cuando menos de identificación de un objetivo a alcanzar y de los pasos imprescindibles para lograrlo. Sin un plan de acción definido, sin saber a dónde se quiere llegar y cuál es la ruta a seguir, solo la casualidad y el azar permiten que el camino andado nos lleve a un destino deseable. Y en un mundo como el actual, con una dinámica de polarización tan marcada, que juega en contra de las periferias y a favor de las centralidades de mayor escala, solo la planificación cooperativa entre los agentes públicos y privados, entre las instituciones y el resto de actores económicos y sociales, proporciona una oportunidad a las áreas en retroceso demográfico y productivo. 

Pero un territorio no está estructurado a partir de un cúmulo inconexo de concentraciones de población y actividad. Las interdependencias entre los distintos “nodos” espaciales son evidentes y las aglomeraciones de mayor dimensión ejercen una influencia decisiva sobre los núcleos de menor nivel. En este sentido, el protagonismo de las ciudades medias y pequeñas, a la hora de dinamizar su entorno rural inmediato, es más que evidente toda vez que pueden actuar como “locomotoras” de amplios procesos de desarrollo territorial. De ahí que, en buena medida, el futuro de la “Galicia vaciada” pase por comprender y aceptar la complementariedad entre los ámbitos rurales y urbanos, y por definir estrategias comunes coherentes y consensuadas. Todo un reto, especialmente cuando algunos de nuestros líderes institucionales tocan una partitura bien distinta.

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