Opinión

Los defectos de Adolfo Enríquez

En este domingo de Ramos, permíteme que te escriba una carta sabiendo que la leerás desde ese lugar de paz, sosiego y amor del que ya gozas. Desde ahí las cosas las estarás viendo desde otra óptica y nos echarás una mano que será más eficaz que la que siempre gustosamente nos echabas. Incluso ya habrás perdonado a los que te han hecho mal, algo que para tu querida Vilanova y para cuantos te conocimos y queremos se hace difícil. Lo habrás hecho con tu característica sonrisa porque tú ya llegaste al domingo de Pascua

Con la teología que tú y yo estudiamos está claro que engrosarás el número de los mártires, que lo son todos los que dan su sangre por Cristo. En mi mente está la idea de que han puesto fin a tu vida por negarte en redondo a entregarles la imagen del Cristal. He querido oír de tu voz siempre cariñosa: "Llevad lo que queráis, pero la Virgen ¡no!, antes mi vida". Y la has dado; y esto te habrá ganado el cielo.

Esa actitud, querido Adolfo, nunca se improvisa. La has preparado en momentos ante el Sagrario y con oraciones secretas a tu querida advocación del Cristal en los momentos insospechados: en el santuario y también cuando la llevabas en el bolsillo para custodiarla. Y la has custodiado hasta entregar tu vida por ella.

Eras un cura como quiere el papa Francisco: olías a oveja. Nunca quisiste vivir con tu familia o con alguno de los buenos hermanos sacerdotes. Siempre al pie del cañón en tu Vilanova, con las puertas siempre abiertas para acoger y dar de comer a tantos que acudían a tu casa. Diste de comer ¡tantas veces! y ese día era uno más.

Ahí ha estado tu gloría. Cumplías las obras de misericordia: dando de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al peregrino... y lo transmitías en tus cursillos de cristiandad. Incluso pidiendo dinero a compañeros porque el tuyo se había acabado. Cargado de bolsas con comidas ibas a Vilanova y mentiste a los que te preguntaban. Decías que era para ti, para tu perro y tus animales cuando en realidad era para los pobres que a tu puerta llegaban como a sus casas. ¡Te engañaron algunos!, pero lo que vale es tu intención tan cristiana y sacerdotal.

Querido Adolfo, el día de tu entierro te escribí un obituario y dejé para hoy enumerar tus defectos. Sinceramente todo esto que acabo de escribirte eran... "tus defectos", empapados en tu bondad y alegría natural. Eras bueno y entrañable. Ideas, me dicen, que las ha expuesto magistralmente nuestro obispo en tu funeral. Y tienes que estar muy satisfecho porque con tu testimonio, que conmovió a la diócesis y a España y dejó anonadados a los sacerdotes, hiciste la mejor campaña del seminario demostrando que el cristiano lleva siempre la cruz si quiere serlo. Tú la has llevado y ¡qué bien! Sé que lo harás: intercede por la Iglesia, los sacerdotes y los seminaristas y por las almas consagradas a Dios. ¡Lo necesitamos tanto!

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