Opinión

Vergüenza ajena

Resta algo por decir, incluidos despropósitos, tras la muerte de Adolfo Suárez? Lo dudo.

Con toda la intención he querido que pasasen días para escribir sobre el tema. Y lo he hecho porque se me ha caído la cara de vergüenza ajena tras escuchar a algunos que antes dijeron Diego y ahora digo o todo lo contrario. Personajes que otrora vituperaron al expresidente y que ahora, sin rubor, con la mayor desfachatez se han deshecho en elogios. Me parece bien aquel aforismo latino: "Sapientius est mutare consilium", pero en este caso lo correcto sería reconocer que lo que otrora dijeron estaba equivocado. La marea humana que acudió al Congreso y posterior traslado hasta Cibeles recuerda a las de Franco y Tierno. Sería curioso averiguar si algunos asistieron a los tres. En este país, el morbo llega a cotas inconcebibles. Increíble incoherencia y tremendos despropósitos como la intervención del inefable y llamado "muy honorable" Artur Mas. ¿De qué va este personaje utilizando inoportunamente la ocasión para vender sus descabelladas ideas?

Pero al margen de todo lo anterior, los méritos del hijo de Cebreros son innegables. Fue capaz de, partiendo del "Cara al Sol", permitir y escuchar la "Internacional". Y ese es un mérito impagable por su capacidad de diálogo, consenso y sobre todo por su gran visión de futuro. Fue un hombre para una época. Pasada aquella, su labor terminó. Apostó por la Reforma en contra de la Ruptura, que crearía problemas y consiguió algo increíble que fue el hecho de conseguir que los vitalicios consejeros del Movimiento, con los "40 de Ayete", se hiciesen el harakiri.

El mérito de Adolfo Suárez, la capacidad para tener los pies en la tierra apostando por una sociedad moderna. Era imposible continuar de espaldas a la realidad internacional. Pero su desgracia han sido sus "amigos". Le traicionaron, le dieron la espalda, lo dejaron sólo por el desierto, perdido en un escaño mientras aquellos que en hora de bonanza estuvieron a su lado, se fueron acomodando en otras ideologías en un nefasto ejercicio de irresponsabilidad, incoherencia y traición.

He tenido la suerte de convivir con él y con su esposa Amparo Illana un fin de semana en la residencia del embajador Morodo, en Lisboa. Allí, en el palacio de Palhavâ, pude descubrir la gran categoría de la familia Suárez. Les acompañé a Fátima, donde les celebré misa, y después, en el domingo, vinieron a la celebración en la Beneficencia Española, sede de la Capellanía. Guardo, y mi tía también, las fotografías en las que aparece tan cariñoso con nosotros. Incluso una graciosa en la que aparece con Felipe González, un gallego de la Colonia española. Se la propuse y aceptó gustoso y con gracia. En aquellas sobremesas de Palhavâ aprendí y comprendí muchas cosas. Morodo es un gran anfitrión y hablamos de todo lo humano y lo divino.

De su visita al papa Pablo VI, tras la aprobación de la ley del divorcio, la recordaba perfectamente. Comenzó el encuentro, ante el asombro del papa, tratándolo de Excelencia como a un jefe de Estado y, ante la extrañeza del pontífice ("me sorprende su tratamiento cuando es usted un católico practicante", le dijo el papa Montini), acabó tratándolo, como católico que era, de Santidad, como sucesor de Pedro. Una entrevista, decía él, con un final delicioso. Lo comprendió el papa.

También explicaba muy bien su relación con el entonces arzobispo castrense Emilio Benavent que, sin enterarse nadie, le transmitía puntualmente las votaciones de la Conferencia Episcopal y en concreto lo ocurrido al tratar la entonces sonada ley del divorcio de Francisco Fernández Ordóñez.

Se ha muerto la clave de la Transición, un gobernante muy hábil, una persona encantadora, un hombre de consenso y diálogo.

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