Opinión

La inauguración

 

Ala reciente ceremonia de toma de posesión de Donald Trump, los americanos la denominan “la inauguración”. Nada tiene que ver con este tipo de actos, tal y como se celebran, como por ejemplo sucede en nuestra España, o parafraseando a la desaparecida cantautora Cecilia “mi querida España, esta España mía, esta España nuestra”. En EEUU son más espectaculares, más plásticos o cinematográficos. Como si Hollywood hiciese el guión de la puesta en escena. Y cuántas veces hemos visto esta ceremonia plasmada en la gran pantalla.

Música y color. Banda sonora a base de fanfarrias, pífanos y tambores. Como si la orquesta estuviese dirigida por el mítico Glenn Miller. Actores protagonistas, secundarios y multitud de figurantes y extras. Todo para investir al personaje que ostenta el título eufemístico del “líder del Nuevo Orden Mundial”. Y hasta el escenario tiene un significado emblemático: las escaleras del Capitolio, profusamente engalanadas con reposteros, banderas y alfombras o moqueta con los colores azul, blanco y rojo. El propósito de esta manifestación no es otro que dar al mundo un mensaje exultante de poder.

Pero cuando el protagonista es Donald Trump, cualquier guión corre el riesgo de ser alterado, ante la sorpresa del regidor: llega con retraso al servicio religioso en la iglesia episcopal de Saint John cercana a la Casa Blanca -una tradición de todos los presidentes-; en la ceremonia de juramento coloca sobre la biblia “oficial” (la que usó Lincoln) otra que le había regalado su madre cuando acabó Primaria -ambas sostenidas por su esposa-; se baja del coche oficial mientras la comitiva se dirige al Capitolio para seguir a pie y darse un baño de multitudes… por no hablar de su corbata, que pocas veces la lleva como hay que hacerlo: hasta la altura de la hebilla del cinturón. En cualquier caso, son detalles anecdóticos que quedan solapados por la magnificencia del propio espectáculo en sí de la “inauguración”.

Una vez más recurrimos al sociólogo Georges Balandier, quien sostiene que “el gran actor político dirige lo real por medio de lo imaginario”, y se refiere a cuando el estado se transforma en “estado-espectáculo”, o lo que es lo mismo, en un teatro de ilusiones. Sólo basta con observar la vida política.

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