Opinión

Felicidades, Kosova

La independencia de Kosova (para los serbios ’Kosovo’) es un desenlace feliz que debe alegrar a los demócratas por encima de cualquier otra consideración. Hace casi una década, el nacionalismo extremo y criminal que tanto éxito ha tenido siempre en Serbia iniciaba con frialdad y eficacia propias del Tercer Reich el exterminio sistemático de la población kosovar, mientras Bruselas miraba hacia otro lado. De no ser por los Estados Unidos, Serbia habría perpetrado el genocidio sin que nadie la detuviera. La administración Clinton no ganaba nada atacando Belgrado y exigiendo a la comunidad internacional que defendiera a los kosovares, pero Washington demostró un encomiable compromiso con los Derechos Humanos. Qué lástima que los dos mandatos de George Bush terminen con un balance mucho peor en ese terreno, y qué gusto ver en las calles de Prístina a miles de kosovares ondeando banderas estadounidenses, cuando lo habitual es, por desgracia, verlas arder.


El caso de Kosova ilustra cómo el peor nacionalismo suele ser el centrípeto, el de Estado. El nacionalismo serbio, nucleado en torno a esa entelequia que se llamó Yugoslavia, ha causado en Europa las mayores cotas de dolor desde la Segunda Guerra Mundial. Mientras los checos y los eslovacos se divorciaban con un apretón de manos a principios de los noventa, los nacionalistas serbios se disponían a someter a cualquier precio a eslovenos, croatas, bosnios y macedonios. Hasta sus tradicionales aliados montenegrinos terminarían luchando por escapar de una falsa federación que apenas ocultaba su colonización por Serbia.


La gran paradoja era que Kosova teóricamente no podía independizarse como los demás países ex yugoslavos, simplemente por un motivo jurídico bastante discutible. Resulta que Eslovenia, Croacia, Macedonia, Bosnia e incluso Montenegro tenían en la extinta Yugoslavia el rango de repúblicas federadas, y sin embargo Kosova era apenas una provincia autónoma dentro de la república de Serbia. Sin embargo, todos los demás países compartían con serbia la etnicidad eslava y lenguas parecidas (como el esloveno) o prácticamente idénticas (como el croata y el macedonio). Frente a todos ellos, los kosovares son completamente distintos. Su grupo étnico y su lengua no tienen nada que ver con los ’eslavos del Sur’ (que es lo que significa Yugoslavia) sino con la vecina Albania. Por su cultura y por las religiones predominantes (musulmana y católica), los kosovares son enteramente ajenos al país que les tenía sometidos, pero al no haber sido ’república’ dentro de Yugoslavia se suponía que tenían que aceptar resignadamente seguir sometidos a la soberanía Serbia, aunque de facto Belgrado no ejercía desde hace años ningún control sobre el territorio, intervenido por la comunidad internacional.


En la antigua Unión Soviética se dan varios casos similares: países completamente distintos que durante la dictadura no tuvieron el rango de ’república’ y que por ese insignificante tecnicismo no han podido alcanzar la independencia, aunque otros países mucho más similares a la propia Rusia (como Bielorrusia) sí lo hayan hecho. Es el caso, por ejemplo, de Chechenia. El sentido común exige que la emancipación política de un pueblo no dependa del estatus que haya tenido en el edificio constitucional del anterior Estado, o de aquel del cual desea emanciparse. Mucho más importante es la libre voluntad política de la amplísima mayoría de la población.


La clase política de Belgrado ha pagado caro su nacionalismo de Estado y su alianza contra natura y con Moscú.


Los críticos de la independencia kosovar parecen ignorar que más del noventa por ciento de la población y el parlamento unánime de Kosova han respaldado la proclamación de independencia que leyó el domingo el primer ministro Hashim Thaçi. Lo que caracteriza el proceso de independencia kosovar es la absoluta seguridad de que se lleva a cabo con la mayoría más cualificada imaginable en democracia. Por ello no deben alarmarse en exceso Canadá, España, Gran Bretaña u otros países en los que existen nacionalismos periféricos: el caso kosovar no es extrapolable a la realidad actual de Quebec, Euskadi o Escocia, y nada parece indicar que en las próximas décadas esas sociedades vayan a cambiar hasta exigir la independencia blandiendo el precedente kosovar. En todo caso, cuando una colectividad humana, basándose en su creencia de constituir una nación y en su anhelo de tener su propio Estado, y concitando el apoyo de nada menos que un noventa por ciento de la población concernida, decide proclamar unilateralmente su independencia, cabe hacer dos cosas: respetar democráticamente esa decisión o mandar los tanques. Las viejas democracias occidentales deberán decidir, si llega ese caso tan improblable, si vale la pena recurrir a la violencia y el dolor para mantener forzosamente en un país a quienes no se sienten parte del mismo.


El precedente que sienta el caso de Kosova es, en realidad, muy positivo. Lo que queda asentado desde el pasado domingo es que el derecho de injerencia humanitaria, ejercido por Bill Clinton en 1999, no está limitado por la soberanía de los Estados. El propio concepto de soberanía del Estado se va resquebrajando, felizmente, en favor de las normas internacionales de convivencia, de las estructuras multilaterales y de los derechos y libertades del individuo. Esas estructuras multilaterales deberán establecer procedimientos claros, democráticos y seguros para la separación y unión de territorios, y esos procesos deberán contar con mayorías muy cualificadas y sostenidas en el tiempo, y con todas las garantías jurídicas para todas las partes.


La clase política de Belgrado ha pagado caro su nacionalismo de Estado y su alianza contra natura y con Moscú. Deberá ver cómo los pueblos a los que sometió sin piedad alcanzan la prosperidad y el desarrollo en una Europa donde Serbia no parece encajar (uno de ellos, Eslovenia, preside actualmente la UE). Pero Serbia tiene otro camino ante sí: escuchar de una vez a su minoría más sensata y abandonar sus veleidades de potencia regional, su expansionismo y su desprecio por los países vecinos; reconocer a Kosova como gesto de borrón y cuenta nueva, y compartir con sus antiguas víctimas una convivencia en paz en el seno de la Unión Europea; abandonar el recurso suicida al tutelaje ruso e insertarse de una vez por todas en el marco geopolítico que le corresponde. Nada gana Serbia pataleando en Nueva York por su derecho a una supuesta soberanía sobre Kosova que perdió cuando quiso aniquilar a los kosovares.


Ahora, en el momento solemne en que el Viejo Continente ve nacer en su seno al país más joven del mundo, sólo cabe felicitar a la sociedad kosovar y pedir el rápido reconocimiento internacional del nuevo Estado y su adscripción a las estructuras euroatlánticas.

Te puede interesar