Opinión

Por la libertad de terapias genéticas

La terapia genética, también llamada génica, consiste en alterar los genes de las células de una persona para tratar o prevenir una enfermedad. El campo que abre esta estrategia médica es inmenso y tiene el potencial de revolucionar la medicina curando de raíz los trastornos genéticos y otras enfermedades. Sin embargo, la terapia genética se ve fuertemente limitada por los Estados a través de sus comités de bioética, nombrados discrecionalmente por los gobiernos. Éstos, generalmente conservadores o izquierdistas, suelen ser muy reacios al desarrollo de esta terapia y han establecido un férreo muro que restringe la investigación y la aplicación estrictamente a resultados vitalicios, no hereditarios. Esta limitación perjudica mucho el desarrollo de este campo científico. Esgrimen para esa limitación el riesgo potencial que perciben desde ambos idearios. Para los conservadores, la terapia podría acabar con ciertas enfermedades pero también producir cambios “no naturales” (lo que, traduciéndoles, significa, “no divinos”) hacia el futuro. Para los izquierdistas, el elevado coste implica un incremento de la desigualdad al hacerse más sanos los descendientes de ricos. Este argumento envidioso ignora deliberadamente que en medicina, como en todo, las personas adineradas cumplen una gran función social: son las primeras en acceder a lo nuevo, pero por ello son también el banco de pruebas sobre el que se testan las innovaciones, asumiendo riesgos que al resto de la población llegarán muy aminorados.

Ambos grupos, los colectivistas de izquierdas y de derechas, se oponen así a toda modificación de la “línea germinal humana” (el ADN de los óvulos y espermatozoides) para evitar cambios permanentes en la composición genética de las generaciones futuras, incluso positivos, por las posibles consecuencias impredecibles. Parece claro que sólo los liberales y libertarios somos “early adopters”, aceleracionistas y promotores de esta línea de investigación y de terapia. Uno de los argumentos más fatigosos de conservadores e izquierdistas es que existen dudas sobre la seguridad y eficacia, ya que, a diferencia de las terapias no hereditarias, dirigidas a células específicas, las hereditarias tienen que alterar el ADN de todas las células, incluida la línea germinal. Esto supondría, dicen, un reto importante: el de garantizar que la terapia sea eficaz en todas las células y no cause daños no deseados. Pero, nuevamente, riesgos similares hemos corrido ante terapias anteriores que hoy son corrientes, siendo el ejemplo más claro la vacunación. Y, por cierto, la reciente vacuna contra el Covid-19, que no sólo se ha permitido, sino que se ha impuesto, está basada en alteraciones del ARN cuyos efectos a largo plazo, obviamente, no conoceremos hasta dentro de décadas. ¿De verdad es necesaria una terrible pandemia para que los cancerberos de la “bioética” tengan a bien autorizar a la comunidad científica a trabajar sin trabas normativas? ¿Por qué tenemos que estar sometidos a la tutela de los dichosos comités de bioética? Nadie ha votado la composición de esos organismos puramente delegados y, en cualquier caso, no tienen derecho alguno a inmiscuirse en las decisiones de los pacientes, que son los clientes finales de cualquier terapia. Es increíble que por culpa del pacato moralismo nos estemos retrasando en la erradicación total de las enfermedades transmitidas por vía genética. Modificando la línea germinal, es posible eliminarlas en las generaciones futuras, lo que podría tener un profundo impacto en la salud pública. Patologías como la fibrosis quística, la anemia falciforme y la enfermedad de Huntington, causadas por la mutación de un único gen, podrían erradicarse de un plumazo y para siempre con terapias genéticas hereditarias. Pero estas terapias también pueden prevenir la transmisión de enfermedades infecciosas.

En 2018, el eminente científico chino He Jiankui anunció que había utilizado terapias genéticas hereditarias para crear los primeros bebés editados genéticamente del mundo. Había alterado el ADN de los embriones para hacerlos resistentes al VIH, el virus que causa el SIDA. Se le echó encima todo el mundo por semejante “crimen”. Las acciones de He fueron ampliamente condenadas por la hiperprudente comunidad científica, y finalmente acabó en prisión. Pero su trabajo podría allanar el camino para el desarrollo de terapias genéticas hereditarias, no sólo contra el SIDA sino contra muchas otras enfermedades. Al salir de la cárcel ha retomado su investigación, dirigida ahora a errdicar genéticamente el síndrome de Duchenne. Está jugando con fuego, porque para los sesudos comités de bioética de todo el mundo, plagados de conservadores y de izquierdistas, esa pretensión es sin duda malvada y debe ser castigada. Cualquier día le arrestan de nuevo. La humanidad siempre se ha visto frenada por los señaladores de herejes, pero siempre los ha superado y ha terminando progresando frente a ellos. Algún día, quizá, He Jiankui tendrá el desagravio y las estatuas que hoy acompañan a la memoria de Galileo o de Copérnico.

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