Opinión

No son parkings para viejos

Conduzco desde los 16 años. He manejado todo tipo de vehículos, desde motocicletas hasta camiones articulados; he sido instructor de vuelo de diferentes modelos de aviones y helicópteros; pero la maniobra que me ha exigido más pericia es la de aparcar en los garajes públicos.

Salir airoso de esta prueba requiere los reflejos de un piloto de combate, la templanza del capitán de un portaviones y las habilidades de un contorsionista de circo; hay que ventilar, hacer flexiones, evitar las comidas copiosas y no consumir ni bebidas cero, cero.

“Hay dos tipos de pilotos –nos advertían en la escuela de vuelo al pasar de volar aviones de tren fijo a tren retráctil-, los que ya han aterrizado con el tren adentro y los que todavía van a aterrizar”. Pues igual. Hay dos tipos de conductores, los que ya han destrozado el coche contra la columna de un garaje y los que todavía lo van a destrozar.

Los ayuntamientos con normativa hasta para acuclillarse tras un pino –cagar de campo vamos-, y los garajes urbanos cada vez más ridículos: de entrada ya te dejas los bajos porque las rampas tienen la pendiente de un tobogán, las esquinas los ángulos inversos y el períptero Partenón más espaciadas las columnas; las plazas, nunca mejor dicho, son para coches de choque: si quieres salvaguardar los laterales al bajar, has de hacerlo por la ventanilla; la salida peatonal es más difícil de encontrar que la del laberinto de Dédalo; y en cuanto al precio, con desayuno incluido, hay hoteles bastante más baratos.

El otro día saliendo de un subsuelo de los horrores que hay en Vigo, me precedía un jubileta; como no le alcanzaba el brazo para insertar el ticket en la máquina de abrir la barrera, abrió la puerta del coche e intentó apearse; la puerta, amplia, de un sedán de gama alta, golpeó contra la máquina, y el señor quedó atrapado con una pierna en valgo y la otra en varo; se apoyó en el volante para no dislocar la cadera y, sin querer, metió un bocinazo como el de un buque que se anuncia entre la niebla. Yo estaba detrás. Pensado: en nada estoy como este pobre hombre: malditos garajes, maldito arquitectos, maldito ayuntamiento, maldito mundo; pero haciendo como que no veía, para no poner al abuelete en un aprieto. El señor –pitando a decibelio limpio- gira los ojos y me muerde con la vista. Yo le sonrío. Él, atorado, me increpa: “¡Para un poco hombre, deja de tocar el claxon, ten algo de paciencia!”.

La madre que me parió, me dije. Pero me mordí la lengua. El yayo se fue, la puerta destrozada, el corazón desmadrado, el sonotone caliente y la picha un lío. Maldita sea, volví a pensar, además de víctima de las ordenanzas municipales, pronto lo seré también de la dictadura de la vejez: sin fuerzas hasta en el colon descendente, si consigo acuclillarme tras un pino, tendré que sacarme los pedos con las uñas y no podré erguirme por mí mismo… Os lo juro, sentí pánico. El día que inventen un coche que aparque solo -en los aparcamientos públicos, me refiero- así me lleve el diablo si no lo cambio a pelo por mi Ferrari Módena f1.

Por cierto, ¿parking vendrá de Parkinson?; porque a mí, solo de pensar entrar, ya me entra un tembleque de cojones.

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