Opinión

Los San Bernardo voladores

Qué es viento? Nos interrogábamos en aquella época en la que todo cristo te preguntaba quién era Dios, quiénes nuestros primeros padres y cuántas veces te habías hecho la manola. Y nosotros mismos nos respondíamos: ¡viento son las orejas de fulanito en movimiento! Fulanito, claro está, además de ser un Dumbo no solía tener media hostia, por eso nos burlábamos. Las chicas entre tanto cantaban aquello de que el patio de su casa era particular y que se mojaba con la lluvia como los demás, pero nosotros solo estábamos pendientes del agáchate y vuélvete agachar para poder verle las bragas… Vainas de rapaces.

En mi vida profesional el viento ha sido siempre mi mejor aliado y mi mayor enemigo. A veces una mínima brisa es suficiente para permitirte salir airoso de una hondonada como el “jou de los cabrones”, o aterrizar en el refugio del Naranjo de Bulnes atiborrado de víveres; y otras, ese mismo viento hace el vuelo impracticable incluso para efectuar un rescate… Los lusitanos lo meten todo en el mismo saco (o manga, que suena más aeronáutico): “De Espanha nem bom vento nem bom casamento”. Ellos sabrán.

Mil anécdotas y culillos he pasado por los Picos de Europa con la nieve, los rescates, la carga suspendida, y con el viento. Pero ninguna como la de las vacas voladoras de Ponga (se la contaré otro día con más calma) y un rescate que hice de un paisano en Bulnes pueblo… Entonces aún no había funicular: invierno, fin de semana, ansias de volver a casa y una nevada de tres pares de cojones. De las de antes. De las que no salían por la tele. De las que ni siquiera se glorificaban por WhatsApp. De cuando el móvil solo lo tenía el 007, y el GPS los cazas de Top Gun. Pero había vida. Y muerte. Y yo permanecía con un Alouette III -gentille alouette-, que así se llamaba mi helicóptero, aplastado contra un prau en Arenas de Cabrales, precisamente por el mal tiempo, la falta de combustible y las dudas sobre el regreso. Había repartido cientos de alpacas para el ganado por todas aquellas campas. Había visto parir dos vacas en plena nieve y la montaña pincelada con los trazos del Miró más sanguinario. Y un potro a medio devorar por los lobos al que una yegua protegía impertérrita a pesar de que me acerqué tanto, que las aspas alborotaban sus crines de magdalena. Y los buitres al acecho. Y los rebecos al carajo. Y los jabalís escapando desconfiados valle arriba bajo aquel inmenso manto blanco con la potencia de torpedos subacuáticos. Pero estaba hasta los cojones y tenía ganas de comer algo caliente. No sean mal pensados... Y ya iba a despegar para intentarlo por la costa cuando me intercepta el mismísimo regidor municipal: Que se ha recibido por radio una llamada urgente de Bulnes. Que el paisano debe estar muy mal. Que él lo conoce. Que es duro como les piedres. Que nunca antes… Maldita sea, allá me voy cagándome en todo, como siempre. Un viento de mil… ¿había dicho pares de cojones?, pues dos mil. Y yo pariendo, apoyando apenas los skies para que el helicóptero no se hundiera, y hala, a tomar por culo el invento (de Sikorsky). Y ahí que me traen al superviviente, tembloroso, mirada perdida, desvariando. Despego de tapón y salgo disparado como botellazo de puta, para llevarlo al hospital de Arriondas, el más cercano. ¿Y el hijo de la gran nevada no me insiste que lo deje ya en Arenas de Cabrales? ¡Pero si aquí no hay hospital!, le digo histérico. ¡Sí hom sí, pero vamos pa baixu hom, que hay botelles de sidrina y en Bulnes acabáronse! ¡Hom!
 

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