Opinión

Precios y hostelería

Por ejemplo, el magnífico solomillo de lomo alto, que sirve Darío en el Gaztelubide de la carretera de La Coruña, es apenas cuatro euros más caro que el solomillo de lomo bajo, correoso y pasado de punto, que me dan en el restaurante del pueblo costero.

Y, ayer, en un chiringuito de playa, donde el uniforme era “casual”, o sea, la camiseta que “casualmente” se habían puestos las camareras sobre el pantalón corto, tras levantarse de la cama, me cobraron 4,50 euros por una copa de Verdejo, poco fría, servida de un recipiente de plástico. Esa misma copa en un bar céntrico de Madrid, Barcelona o Bilbao, cuesta tres o tres euros con cincuenta céntimos. En un bar corriente y normal, entre dos euros, cincuenta, y dos euros, ochenta, Y en el Westin Palace de Madrid, en la Rotonda central, unos nueve euros, pero servido en una copa de cristal brillante, y con una mini bandeja múltiple, donde hay aceitunas, patatas fritas y frutos secos, servida por un profesional que lleva uniforme con pajarita, y con el cual podría vestirme para ser testigo de una boda rimbombante.

Soy un gran defensor de bares y bibliotecas por el mucho tiempo que he pasado en ellos, pero el amor y la simpatía no me obnubilan el razonamiento, y empiezo a observar abusos injustificados, incluso comparativamente odiosos, porque ninguno de los que escribimos en este periódico hemos aumentado las tarifas por culpa de la pandemia. Y me parece bien que cada uno procure hacer su agosto, pero me niego a ser el cómplice necesario para perpetrar el abuso. A la derecha está el precio. Y, hasta los que somos de letras, sabemos el significado de los números.

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