Opinión

Mañana de domingo

Mañana de domingo: me preparo a toda prisa. ¡Cuánto tiempo lleva empezar la aventura de un nuevo día! Pero el reloj no se para en dificultades ni pequeñeces, sus manecillas, más bien patitas, recorren la esfera como enanas en competición. Por fin salgo a la luz de un Ourense esplendido en su soledad. El sol se asoma dorado en el sereno final de semana. No hay nadie, excepto en el bar de la esquina donde están los últimos noctámbulos que se inician calle abajo lanzando imprecaciones e insultos no se sabe a quién. Después, la bendita calma. 

Sigo mi camino mientras ojeo las ventanas cerradas todavía, con el sol reflejado en los cristales, mientras los quioscos, entre colorines, ofrecen la actualidad. La calle está desnuda, silente, no se ven monopatines ruidosos, ni peligrosas bicicletas, ni terrazas obturando el paso, ni tan siquiera el pequeño Oriente Express urbano. Las palomas anidan todavía en las alturas. Las vías de Santo Domingo y de la Paz, lucen regadas, pero por algunos sitios perdura el olor de mingitorio de bípedos implumes en la sombra. Alguien espera a que abran la iglesia. Paso bajo las escaleras de la Catedral y salgo a la bonita Plaza Mayor cubierta por unas extrañas sábanas que no quitan el sol, pero impiden ver al completo la belleza del lugar y admirar el cielo azul que invita a la vida. Salgo a Lamas Carvajal, y ya hay personas a cuyo lado se exhiben cartelitos que cuentan su desventura presente. Derivo mi camino para contemplar el templo de Santa Eufemia del Centro, pero otras sábanas cortan la visión de su admirable fachada. ¡En fin…! 

Retomo la ruta por la calle del Paseo y me desvío hacia la plaza de Paz Novoa donde al pisar algunos de los ladrillos sueltos que la pavimentan dan la sensación de teclas de piano, cla, cla, cla… Voy a dar a Juan XXIII. Se abre del todo la mañana. Comienzan a moverse los ciclistas y la gente poco a poco aparece activa convirtiendo en realidad el panorama. Abordo nuevamente mi Cabo de Hornos, pero sin pendientes que acrediten la proeza. El Parque de San Lázaro está soleado, fresco y generoso en su despertar. El agua de su fuente es alegría. 

Ante el pétreo pórtico de otra iglesia, efigies movientes tienden la mano y junto a una cafetería, dos trasnochadores despistados, hablan con lenguas de trapo. El domingo veraniego comienza a entrar en su plenitud.

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