Opinión

Estado de bienestar

Consolidado en los países democráticos a partir de la II Guerra mundial, el Estado de bienestar nace como un pacto entre el capital que renuncia a parte de sus beneficios, y los sindicatos a la reivindicación por la fuerza, cediendo margen a la Administración para llevar el conflicto social a la esfera pública, constituyéndose el Estado en prestador de servicios para hacer efectivos derechos sociales, dando respuesta a las necesidades de los ciudadanos y dando amparo general a todos.

Este Estado de bienestar ha tenido tres grandes épocas, la dorada de 1945 a 1973, la de plata de 1985 a 2010, y la actual de bronce, en la que, en función de los distintos gobiernos socialdemócratas, conservadores o liberales, ha ido perdiendo fuelle según cada momento de crisis económica.

Aunque a España llega, igual que la revolución industrial con retraso, dejando al margen aquella consigna de la dictadura de “ningún español sin pan, ningún hogar sin lumbre” como declaración de buenas intenciones, será el momento en el que, como respuesta social, en el país se crea el mayor parque de viviendas de protección oficial, se eliminan los montepíos para universalizar la asistencia sanitaria mediante la Seguridad Social, así como la estructura e infraestructura de hospitales y ambulatorios donde prestar atención al ciudadano, igual que las coberturas por enfermedad o accidente, así como por desempleo y jubilación.

Sin embargo no será hasta bien entrada la democracia cuando se materialicen aspectos como la protección al trabajador con independencia de su sexo, al entender que, si por un lado la mujer ha contribuido históricamente al Estado de bienestar merced a su aportación doméstica de trabajo no remunerado, por el otro se halló con retos y necesidades análogas a su compañero una vez incorporada masivamente al mercado laboral.

Esta realidad ha llevado a conducir la protección social al ámbito del individuo, por encima de la familia, no como un ataque hacia ella al ser conscientes los políticos que es la unidad con la que se edifica la sociedad, sino para no dejar a nadie marginado.

Es precisamente en aras a exhortar ese riesgo de exclusión que surgen ayudas a la supervivencia como el SIM (Salario Mínimo Vital) -otro logro inestimable de la sociedad-, aunque haya funcionado con más eficiencia desde ayuntamientos, diputaciones provinciales y gobiernos autónomos que desde el fracaso del Ministerio de Asuntos Sociales que quiso acaparar Pablo Iglesias, siendo titular de aquella cartera, para rentabilizarlo electoralmente mediante clientelismo.

Por supuesto hay quien jalea en contra de una asistencia tan garantista, aduciendo que, si a la gente se le paga por no hacer nada, sólo se crían vagos. Pero la realidad es del todo distinta. Vagos por supuesto los hubo, los hay y los habrá siempre, pero esos siempre han sabido arreglárselas sin necesidad del SIM.

Lo cierto es que proteger con una ayuda temporal a quienes están en riesgo de exclusión resulta más barato que no hacerlo por varios motivos. Primero, porque el receptor, al comprar una simple barra de pan, genera impuestos y economía circular. Segundo, porque permanecer integrado en la sociedad facilita su reinserción en el mercado laboral. Tercero, porque si a las personas en riesgo de exclusión se las abandona a su suerte, a la larga muchos tendrán que delinquir para subsistir, lo que supondría incrementar la recaudación de impuestos para costear más policía, más penitenciarías, soportar los daños a la propiedad, y vivir en definitiva en una sociedad mucho menos segura, tan frecuente en los estados neoliberales.

Esto revalida las palabras del gran maestro chino del siglo IV a.C. Lao Tsé, al afirmar que el sabio no atesora. Cuanto más ayuda a los demás, más se beneficia. Cuanto más da a los demás, más obtiene para él.

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