Opinión

Indeseable

Fue el político y escritor  Manuel Azaña quien dijo que la libertad no hace felices a los hombres sino que los hace sencillamente hombres. El poeta británico Rudyard Kipling fue más allá, ilustrando con una lista de condicionales la importancia y el modo de ser hombre, el ser animado racional que adquiere las características masculinas por excelencia, término grande y grave que lleva implícito cualidades como la fuerza, experiencia, prudencia, justicia, integridad, nobleza, lealtad, bondad, defensa de los débiles, protección, y la magnitud que otorga la humildad de actuar como un ángel fieramente humano, al más puro estilo del descomunal vate Blas de Otero.

Es por ésto que un hombre no mata a niños, mujeres, ancianos, ni a otros semejantes invocando causa alguna que pueda conquistarse con acuerdos y concordia. De ahí que el epíteto de “hombre de paz” atribuido a Arnaldo Otegi constituya, más allá que un calificativo de mal gusto, un ataque a la justicia y a todos las personas de bien.
Desde la escala de valores en la que tan criminal es el homicida como quien consiente, apoya, festeja o aplaude el asesinato, cuesta ubicar al líder abertzale dentro de la especie humana, aproximándolo —en un ejercicio de altruismo sin límites—, cerca del eslabón perdido de la evolución.

Otegi se plantó en Barcelona rodeado de una camarilla que lo coreaba, para entonar el más patético de los discursos: “Lo de Barcelona fue un error”, aseveró el proetarra refiriéndose al atentado de Hipercor en 1987, simplemente por complacer a quienes lo vitoreaban. Pero la realidad es que cuesta tragar con la rueda de molino de que el autoproclamado hombre de paz no condenase todas las acciones de ETA. Es imposible tolerar a un individuo que ha respaldado el asesinato de madres y amas de casa, niños, hijos de los cuarteles en los que los violentos sembraron la muerte y la desesperación. Resulta asfixiante soportar a un sujeto que ha reivindicado el secuestro, el asesinato a sangre fría con bomba, de un tiro en la nuca, o descerrajando un balazo a bocajarro a servidores de la ciudadanía: alcaldes, concejales, representantes vecinales, militares, guardias civiles, policías nacionales, autonómicos y locales; maestros, profesores, intelectuales, artistas, empresarios y cualquiera susceptible de ser blanco de su odio ciego, convirtiendo al pueblo en rehén del terror al obligarlo a vivir con el corazón en un puño, extorsionado y sometido por unos “libertadores” que arrojaron al exilio a una diáspora de honrados ciudadanos vascos.

Tras un análisis tan claro y demoledor, lo que sí resulta fácil admitir es que aquellos que agasajan a tales sujetos se convierten en copleros de su misma cuerda, en canalla que no se aleja de gente abyecta, ruin, despreciable y de bajos procederes. Cierto es que cada hombre y cada nación puede ansiar las más altas aspiraciones desde la generosidad y la bondad, pero que nadie tenga la osadía de alzar a Otegi en mártir de la independencia porque no es ésa la causa del desprecio: pudo escoger el camino de la paz pero prefirió incorporarse a la violencia terrorista en 1998, dos décadas después de que España se gobernara en democracia y Euskadi disfrutara de estatuto de autonomía, habiendo tenido el albedrío de defender sus posturas desde un parlamento, sin necesidad de respaldar las armas.

La primera víctima de ETA fue Begoña Urroz, una niña de 22 meses alcanzada por un a bomba incendiaria en San Sebastián, y la cuenta suma hasta 858. Cabe preguntarse cómo a patulea de semejante catadura se le puede franquear la entrada a instituciones que personifican a todo cuanto han agredido, permitiéndosele ofender e injuriar a víctimas y ciudadanos pacíficos que legítimamente aspiran a una vida en libertad y convivencia,  porque como escribió Pérez Gellida: “no hay peor asesino en serie que aquel que se siente legitimado por una bandera”.

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