Opinión

Integración

Calle Real, A Coruña, 18:00 horas. Viernes, 10 de agosto de 2018. Igual que en multitud de ciudades españolas, treinta africanos despliegan en la calle del paseo sus top manta. Necesitados de productos de primera necesidad y un techo, gracias a su precaria situación enriquecen a las mafias de almacenistas de importadores de productos asiáticos, después de alimentar a las redes que trafican con seres humanos desde el África subsahariana hasta las costas españolas.

Diez metros más adelante un grupo de cinco africanos fornidos, provistos de identificaciones burdamente falsificadas y de carpetas llenas de fotocopias de presuntos documentos que autorizan la existencia de una ONG inexistente, increpan a los viandantes a lo que no consiguen timar para su presunta organización que vela por la ablación femenina. Sin especificar si recaudan fondos para evitar o fomentar la práctica, muestran una autofoto -a estas altuas popularmente denominados con el anglicismo de selfie-, en la que sale uno de ellos con algún personaje conocido, convencidos de que con ello alcanzan patente de corso para timar al respetable.

En la bocacalle siguiente, apenas diez minutos más tarde, una docena de africanos indocumentados salen a hurtadillas de una obra en construcción semiabandonada, en la que se han colado instalando unos cartones y unas mantas para dormir.

Este es el verdadero saldo de la inmigración ilegal en España. No importa cuántas pateras ni buques humanitarios desembarquen en las costas o los puertos nacionales. El sueño europeo se acaba en una carrera miserable de vendedores ambulantes supervivientes, moradores ilegales de viviendas en construcción o estafadores oportunistas en busca del bocadillo. No hay más panorama que la miseria. 

Si son capaces de aguantar dos años tan miserable tren de vida, la Administración les otorga un permiso para residir un año de manera legal en el país sin mejorar un ápice su situación.

La única diferencia de la inmigración ilegal de hace cuatro años al presente es que antes llegaban a las costas españolas enfermos y desnutridos. Ahora llegan hordas de africanos chamizos a los puertos españoles en barcos, sanos y bien alimentados. ¿Qué ha cambiado? Seguramente los precios, las condiciones y el poder adquisitivo de los nuevos inmigrantes que llegan a Europa con móviles de última generación. Pero, ¿en qué mejora su situación al llegar a nuestras costas? En nada. Apenas perjudican a los que cotizan garantizando la sostenibilidad del sistema, mientras las mafias los reducen a ciudadanos de tercera categoría. Al margen de los refugiados políticos, queda claro que, por el bien de todos, tanto ellos como el resto de la ciudadanía, hay que empezar a poner el ojo en la nueva inmigración que llega a España. Asegurarse de que cunplen requisitos esenciales como conocer el idioma e integrarse en las costumbres autóctonas para evitar la polarización de la sociedad. Pero, sobre todo, vigilar muy bien quién y en qué condiciones entra para garantizar de igual modo la seguridad nacional como para facilitarles una vida digna en España, imposible de garantizar si la inmigración no empieza a estar más severamente controlada.

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