Opinión

Manual para adoctrinar borregos

Ignacio Wert vuelve a la carga intentando mantenerse a flote sobre las arenas movedizas del ministerio que lidera, con una nueva vuelta de tuerca, intentando pasar de puntillas para aprobar en solitario un paquete de medidas, agazapado tras las fechas críticas de los exámenes, exhortando una insurrección, si no ciudadana, cuando menos estudiantil y docente, que es parte muy significativa del conflicto. Cabe preguntarse por qué el titular de la cartera de Educación se empecina en aprobar leyes en franca confrontación con sus administrados. Lo mínimo que debería mostrar es la cortesía y la sensibilidad de escuchar a los implicados, pero en su lugar muestra un empecinamiento cerril por desoír a quienes tienen demasiado que decir, actitud más propia de un iluminado que de un representante democrático. Quizá no es que la propuesta sea del todo mala sino que no ha sabido explicarla en profundidad ni desarrollarla hasta el límite, o simplemente el representante ministerial carezca de capacidad de empatía y comunicación. 

Que en sintonía con los países del entorno se busque reducir a tres años los grados universitarios podría ser hasta cierto punto operativo. Antes de la implantación del plan Bolonia existían las diplomaturas de idéntica duración, que tendieron a desaparecer para ser sustituidas por grados de cuatro años. De acuerdo, señor ministro, si antes se enseñaba lo mismo en tres años es factible volver a hacerlo, y sin duda para competir en el mercado global necesitamos profesionales especializados que podrían formarse con un buen máster. Pero aquí es donde está la sinrazón y la trampa, en los costes, porque un máster es mucho más caro, no siendo accesible a todos los bolsillos. Wert se equivocó por enésima vez, pese a que nadie le reclame responsabilidades, ya que las consecuencias se sufrirán a partir de un lustro, cuando salgan las primeras hornadas de su programa y él no ocupe ya la cartera de la que dimitir.

Lo que el electorado debe entender de una vez es que en una democracia madura, la única reforma educativa plausible es aquella que, ejercida desde la ciudadanía, se basa en dos premisas: adaptar el aprendizaje a las necesidades colectivas y a las exigencias o demandas del mundo empresarial y profesional, y por otro lado abaratar la educación para que sea verdaderamente accesible. Carece de sentido una universidad pública en la que hay que dejarse la piel —cuando no la economía familiar—, en una matrícula cuyo importe pone en tela de juicio el acceso a la formación. Eso sin olvidar que las reformas educativas gubernamentales son siempre partidistas, condenadas a la abrogación y al fracaso, cuyas víctimas es y será siempre el conjunto de la sociedad, en tanto no se lleven a cabo exclusivamente por las comunidades educativas, asesoradas por comités multidisciplinarios de expertos neutrales, alejados del designio de camarillas políticas y legisladores, a espejo de los países civilizados donde la enseñanza funciona.

La Educación es un pilar básico del estado de derecho y bienestar que debe apuntar a la instrucción de ciudadanos plenos, responsables, satisfechos, comprometidos con el país, su bienestar y futuro. Pero utilizar el poder buscando implantar un manual para adoctrinar borregos no sólo raya el ultraje, sino que pone en tela de juicio la educación universal.

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