Opinión

DE PEQUEÑECES Y EL VALOR DE LA PALABRA

Detrás de las grandes cifras, de datos macroeconómicos que nos balancean como elefantes en la tela de una araña, a veces incluso hasta marearnos como en aquellos viajes casi interminables y repletitos de curvas en autobús escolar de excursión de los sesenta, donde no se sabe si era el número de elefantes que se llevaba en la cuenta de la canción más que efecto marolín su causa, causa del mareo quiero decir; detrás de los grandes números que nos traen por las calles de la amargura y de la angustia; más allá de lo amplio y general que causa calamidad y un ¡sálvese el que pueda! se encuentra eso 'otro', que pasa por ser lo pequeño, lo más sutil y personal cuando debiera ser lo verdaderamente importante para poder corregir positivamente este clima arrasador con todo. Tras la luz de lo uno, grande y público, nos hemos olvidado de lo auténtico que compete a un ámbito más profundo e íntimo y que significa compromiso con uno mismo y los demás.


A nivel de grupo hace tiempo que ya nadie se fía del prójimo, a excepción del casi. Ni de prójimo más próximo si avizoran intereses. Todas las instituciones y organizaciones públicas reguladoras han perdido su crédito a base de tirarlo, a veces por la cuneta de una aparente comodidad y otras por la borda de un pragmático proceder de conveniencia egoísta. ¡Qué decir de las formaciones políticas subvencionadas, sindicatos y patronal cuales primos agentes sociales sostenidos interesadamente por el sistema, de los parlamentos autonómicos o diputaciones y ayuntamientos con sus representantes entretenidos en el juego de las palabras de sus móviles o tabletas en plenas sesiones, de la banca heredera de Cajas fraudulentas con sus ex directivos, ¡fantasmas y burros hasta decir basta!; qué decir de todo aquello administrado desde lo público como si fuera barra libre y un gratis total con gobiernos de la nación o nacionalidades tirando siempre del teto más apropiado para sus propios intereses, con sus televisiones juguetes de colocar amiguetes o aeropuertos que solo sirven para ser volados por pura dinamita y dejar espacio a otro aire más limpio, etc.! En nada de esto creemos hoy, desgraciadamente, por tu culpa y la mía, cuestión que desemboca en una gran crisis de confianza que padecemos, letal para cualquier régimen de convivencia justo y sereno.


Podríamos seguir insistiendo en la misma caca, que huele demasiado por no haberse depurado convenientemente, pero aquí hoy es otro punto de vista el que interesa. Este que va de algo más personal e íntimo, de cuando alguien decide vender su integridad o dignidad por algún interés espurio o plato de lentejas que solo lo alimenta a él y retroalimenta su indignidad. Lamentablemente ocurre tanto que se ha hecho costumbre, de tal manera que al que no se aprovecha de determinada circunstancia, aunque injusta o deshonesta, no se le admira sino, por el contrario, se le considera ¡tonto! y se le repite ¡mira que eres tonto!, simplemente porque no vende su principio o su alma al diablo para vestirse de Prada o seda. Esta venta al por mayor de lo más íntimo y de valor se constituye en un principio de hecatombe que nos asola colectivamente. Porque cuando nos sabemos Judas y dejamos de creer en nosotros mismos, ¿cómo creer en los otros? Así sucede que cualquier sacrificio que nos pueda pedir el gobernante de turno nos lo tomamos a coña o, peor, como sacrificio alimento de la codicia y ambición de aquel. En definitiva, no nos fiamos de nada y de nadie.


Como ejemplo concreto de esta renuncia a uno mismo que parece una pequeñez pero se vuelve contra todos, tarde o temprano, es la renuncia a la palabra dada. Ya no hablo de la palabra dada en otras épocas cuyo sonido bastaba para cerrar cualquier trato o compromiso y de la que soy verdadero nostálgico por recordarla bella, sino de la renuncia a la propia palabra dada incluso por escrito, como si a pesar de recogida en pesado ordenador la pudiese también llevar el viento. Cual si no importara nada la pérdida de credibilidad o fiabilidad frente al otro, o tratada como verdadera pequeñez, se falta a la palabra dada con una ligereza que asusta, comenzando por los políticos y siguiendo hasta por docente y religioso, al que a la propia exigencia de decencia se le añade otra exigencia de fe basada precisamente en seguir la palabra, más que de honor, de Dios. Y como si nada, tan deteriorado está su valor. Pues valga como ejemplo este faltar a la palabra dada como una de esas cosas que minan un sistema al considerarse pequeñeces cuando son, por el contrario, demasiado grandes; tan grandes como la propia necesidad de recobrar su concepto moral para recobrar también la confianza en los demás y en nosotros mismos. Con mis deseos para que en el 2013 volvamos a valorar las pequeñas cosas, que no resultan ninguna pequeñez.

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