Opinión

La subasta de la emigración

En la asignatura de Ciencias Sociales nos enseñaban que la diferencia entre emigración e inmigración está en si sales de tu país o llegas a otro para establecerte en él. Algún familiar o vecino se había ido más allá de las fronteras y, por tanto, teníamos claro que eran emigrantes. Al fin y al cabo, Barcelona, Madrid y Bilbao estaban cerca, era casa. Se situaban a kilómetros, pero sonaban a proximidad dejando la palabra emigrante en mayúsculas para los que pasaban los Pirineos.

Lo que para nosotros era emigrante se transformaba en inmigrante en el país que lo recibía porque venía a quedarse en él. Las condiciones que se le ofrecieron a todas aquellas gentes, bien es verdad que nunca llegaron a contarlas con pelos y señales, y sí en cambio dejaron lucir a su vuelta la hazaña de pueblerinos viajados que venían a construir casa con los ahorros de aquella experiencia. En los años 60 y 70 miles de españoles se fueron a países de Europa occidental como Alemania, Francia o Suiza, territorios que venían a sustituir a los tradicionales destinos americanos de la generación de la posguerra. De aquella gente en busca de un salario se ha extraído el recuerdo visual de maletas de cartón en las que transportaban lo más imprescindible y, siempre, más de una fotografía con momentos congelados de lo vivido. Aquel transporte rectangular de cariños para aguantar la distancia nos refresca la memoria en exposiciones y documentales y convierte las maletas de cartón en los emoticonos de la emigración.

Para desconocimiento de nuestra realidad de niños de los sesenta, también entonces existía la figura y la categoría de refugiados; pero era una clasificación ausente para nosotros porque no estaba acompañada de la designación de un nombre, un apodo de la casa en la que había nacido o un apellido que ponerle a ese posible vecino que se veía forzado a dejar su lugar de origen. Para los pequeños no existía más amenaza en los mayores que la de no tener con qué ganarse la vida y poder llevar a su casa la manutención de los suyos; pero lejos de las necesidades del alimento para subsistir por las que se habían desplazado nuestros conocidos, debían estar también algunos hombres y mujeres que se acogían a la categoría de refugiados. No había constancia en nuestras cabezas juguetonas y felices. Era una letra escrita que no le poníamos vida.

Aquel vecino emigrante, bromista en los carnavales y juerguista todo el año, había confesado cantar como un gallo cuando pedía pollo en la Alemania que le acogía. Lo extendido del hecho aportaba más de un motivo de risa y chiste a la hora del recreo. La anécdota repetida durante aquella niñez sale a relucir hoy día y es escuchada por algunos que han llegado a nuestras aldeas desde África. En estos momentos políticos españoles, la emigración es casa de subastas e inquieta a partidos políticos como Junts, independentista catalán y de ideología de extrema derecha, que la miran como un arsenal que podría suponer una confrontación con el futuro del individuo de siete apellidos catalanes. El entonces Jorge, que se llevaría también a su mujer, constituía una gran curiosidad entre los pequeños del pueblo, y siempre había quien lo miraba como héroe a imitar. Van quedando pocos con su recuerdo oído o vivido. Hoy los políticos subastan la emigración y para niños y jóvenes una maleta de cartón nada tiene que ver con embarcaciones precarias, vallas saltadas, pateras hundidas o polizones en camiones. 

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