Opinión

A abuela de Mu

Cuando tenía oportunidad, y no tenía tantas desde que se fue al internado, se pasaba grandes ratos con su abuela. Era la abuela preferida, enjuta de carnes, pero no enclenque, dicharachera pero no palabrera, cálida pero no besucona y pegajosa.

Era, y estaba convencido, la persona más lista del mundo. Cuando dialogaba no entraba a degüello en determinado tema, sino que funcionaba como los regatos que cruzaban el prado grande y verde de aquel lado; es decir, bajaban suaves sus palabras y regaban su alma de niño sin hacerle daño.

En aquel tiempo de las cosas nuevas su mente se extrañaba por todo y entraba en aquel mundo de las interrogaciones. Nada era explícito y él precisaba no sólo saber sino conocer los porqués. Dada su edad, le dominaba la curiosidad por tantas y tantas cosas.

Si sus preguntas se dirigían al futuro le hacía ver que todos vamos a ser aquello que deseamos. Basta con poner “la carne en el asador” y ya está. Nadie va a regalarte nada, le decía mirándole con aquellos ojos vivarachos y tan brillantes por las lágrimas que a buen seguro le había propiciado la vida. De esas lágrimas jamás le habló porque suponía que ello sólo serviría para atropellar su felicidad infantil.

Si todo le parecía tan bonito por qué la gente a veces estaba triste. Ella apenas le explicaba nada y le contaba una historia en la que los personajes ficticios se comportaban “como Dios manda” y compartían. No terminaba relatando una conclusión moralizadora, sino que dejaba que el propio chico terminase explicando por sí mismo: Se me ocurre, abuela, que es más importante y más beneficioso el dar que el recibir.

La hermosa señora le aplaudía tal deliberación y él tenía la sensación de haber llegado tan lejos en sus conclusiones, casi por sí mismo. Algún día, cuando fuese mayor sabría todo y no cometería errores. Ahora sí, sus padres aún tenían que regañarle.

Jamás la abuela lo comparaba. Para ella no era mejor que nadie ni peor que nadie. Ella le dejaba entrever que cada uno es quien es y ha de ser él mismo. No era un mensaje fácil para un chico, pero le hacía suponer fácilmente que no estamos para compararnos y competir sino para hacer visibles nuestros colores sean cuales fueren, como hace el zorzal colorado.

Cómo cosía. Cómo escribía con aquella letra redondilla tan perfecta. Cómo se reía. Cómo le miraba de arriba abajo cuando llegaba. Cómo cocinaba. Ella sabía perfectamente su plato preferido. Aquellas patatas en su punto llevaban sobre sí un pimentón rustrido y unos huevos fritos con puntillas que olían divinamente. Recordaría para siempre su cocina de hierro con los azulejos blancos, la ristra de ajos, sus achiperres y aquella manera de asustar el cocido con un casi nada de agua fresquita tomada del cántaro de barro encarnado.

Explicaba que ningún vino puede tener más de quince grados, ya que a partir de ahí el azúcar deja de convertirse en alcohol. De la misma forma, mimar a un chico más de la cuenta también sería pasarse y sería hacerlo fofo, muelle y cebollón.

El regazo de la abuela era, le parecía a él, una noche de verano. Una de esas en las que se hacen visibles todas las estrellas y entonces un viento suave viene para palpar si ya estás dormido o si todo cuanto existe es tan perfecto porque la abuela te ha dado un beso.

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