Opinión

Hay un profeta en pijama

El profeta estira el brazo y mira su móvil. Son las cuatro y siete minutos de la mañana. Vuelve a dejarlo sobre la mesita. Una tenue luz blanquecina  ilumina su minúsculo cuarto de motel de carretera. Luego se apaga y se queda todo negro. Él solo, como siempre, envuelto en la oscuridad. Mesa la barba y sigue pensando, elucubrando, adormilado.

La noche, capaz de alterar cualquier función cerebral, le permite adivinar o al menos barruntar mezclando las emociones y el juicio. Profetiza que seguimos en una escuela del siglo XIX. Ya no sirve… Las aulas de los chicos multiplican por cinco la miopía. Una escuela de primaria es un habitáculo con ordenadores pequeñitos y recreo a las once y cuarto. Las instituciones de secundaria catorce asignaturas vanas, inoperantes y estériles. La universidad un simple colegio de pago. El espíritu del sueño le rompe la lógica de su discurso: “no serás capaz de decirme eso en la calle”. El profeta no sabe si podrá decirlo en la calle o tendrá miedo de los que mandan. Porque los profetas, ahora…son miedosos.

No le gusta para nada que el espíritu del sueño le interrumpa su pensamiento. Tras la inútil pared de la derecha alguien ha hecho cantar la cisterna. Intenta dormir  pero el mundo de la religión le brinda ahora un nuevo tema. Se da la vuelta en la cama. Estos colchones modernos sobre tablillas son más incómodos que aquellos de borra de su bisabuelo. Siempre ha querido preguntar a los arquitectos, que hacen más habitable nuestro mundo, por qué ahora diseñan los templos con ese aspecto lamentable de cajas cuadradas amontonadas e insípidas. La Iglesia ha acercado tanto a Dios hasta la vulgaridad de lo cuotidiano que lo ha desdibujado, piensa.  Olvidan que al ser humano le interesa lo que le fascina. 

Los pensamientos del profeta a las seis y veintidós se mezclan con un eructo y dos bostezos. El espíritu del sueño se ríe del profeta cuando piensa en  economía. Tiene claro que en un gran acuerdo secreto y universal  han diseñado el empobrecimiento de la clase media. Se acaricia los brazos esqueléticos de sabio cerebrotónico. Imagina aviones enanos circundando su bombilla, apagada, de filamento antiguo. Los ejércitos serán, en nada, otra cosa. Y las paradas militares serán sólo unas escuadrillas de drones que nos vigilarán como enemigos exteriores. 

Otro pensamiento irrumpe sobre su almohada. El clarividente de la barba le da vueltas: está convencido, sugestionado, persuadido de que los grandes hechos de la humanidad han sido realizados por las  mujeres. Pero los que han contado la historia no han sido ellas. Le preocupa que sólo tenemos un planeta… Los temas van y vienen como corrientes marinas sobre su frente. Le rebotan impertinentes  en su imaginación nigromante. Sudada ya  la camiseta blanca de hombreras, el frío del amanecer  se cuela por las mochetas de la puerta y le acuchilla las plantas de los pies. Entra la mañana haciéndose sitio por entre las láminas rotas de la persiana veneciana.

Suena el despertador como una bofetada en el cogote. El espíritu del sueño se disipa a las ocho treinta. Y el profeta ya no ejerce de profeta. Es sólo Moncho. Chapotea en la pica con el jabón enano. Paga lo que se debe y se debe poco. La señora del motel le ve irse en la vieja furgoneta y lee: “Ramón, probador de camas. Descuentos del tres por ciento”.

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