Opinión

Las ermitas

Habían escogido como lugar de esparcimiento, ese día, el Pico de San Bernabé. Si miras el mapa dirás que la distancia no es excesivamente notable. Claro que nosotros teníamos 9, 10 u 11 años y subir aquella cuesta desde el Santuario suponía un esfuerzo notable. Tanto es así que yo nunca llegué a entender, por qué le llamaban “La Resurrección” a aquel altozano desde el que partía la carretera. Eufemismo notable porque todos nosotros allí llegábamos ya muertos.

Los señores clérigos, entrenados sin duda en aquellos campamentos de Juventudes, pretendían animarnos a seguir aquel desplazamiento con canciones adecuadas tales como “acelere señor conductor, acelere” o “un gato quería meterse en un zapato” … La verdad es que íbamos pidiendo continuamente un tiempo de descanso que nos negaban con la explicación de “ya falta menos”.

Al llegar a Cambela uno de aquellos discurrió dulcificar el trayecto con alguna arenga de tipo religioso. Extenuados ya no podíamos ni con las “Juanolas” que habíamos comprado en la farmacia de Santa Cruz el domingo anterior, en otro de aquellos desplazamientos culturales. El grito de arrojo que estrenó era el de “¡Viva la Virgen de las Ermitas!”. Y todos, claro, contestábamos: “que viva”.

Se me antoja llamar a aquellos kilómetros que hicimos como” las siete leguas” ya que refleja mejor lo que me costó caminarlas. No les diré cuántas, con exactitud, porque aún no se ha inventado la fórmula en la que aparezca la candidez de unos niños, multiplicada por su nostalgia familiar, llamémosle soledad, y dividido todo por 4,832.

Al llegar al alto de Covelo ya jadeantes, fatigados y agotados, el superior hizo el grito de “Que viva…” mucho más fuerte. Entonces no contestamos al unísono y estoy seguro de que pensamos en nuestras cabecitas de chorlito: “Sí… que viva… pero, caramba, que no viva tan lejos”.

Comimos, al fin sentados, nuestras meriendas que eran unos bocadillos de pan con una pastilla de chocolate “H. Granell” y bebimos en aquella fuentecita de las curvas de la carretera comarcal. Ah… y aunque nunca llegamos al pico de San Bernabé entendimos aquella expresión popular en las tierras de O Bolo: “San Bernabé anda no monte coa capa remendada… o que mal comeza mal acaba”.

Volver a casa hace siempre bonito el viajar, aunque sea a pie, pero aquel día era no sólo volver a aquel Seminario menor, nuestra casa momentánea sino a Las Ermitas, un lugar precioso. Allí después de crear el mundo estoy seguro de que descansó el creador recostado sobre los viñedos que se agarran asustados para no caerse sobre aquella cinta de plata que es el Bibey. Puestas a salvo sus espaldas le quedaría en el tobillo As Escadas y allí muy arriba, donde suponemos su corona, el airoso Soutipetre. Ambos de Manzaneda, donde los ángeles se posan y admiran aquel que más que valle es un cuenco vegetal y acuoso, el anfiteatro de pedruscos, tierra fértil, olivos inventados por los labradores ingeniosos y aguiluchos planeadores.

Cuando vuelvo, hoy, aún me saludan majestuosos los dos cipreses que miré al despertar cuando era un chico y abría la ventana. Deseaba entonces que entrase mi otra madre, aquella del Santuario de piedra, para que me arropase esta melancolía de niño con olor a pan centeno que se me quedó pegada.

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