Opinión

Los abrazos


Faltan cinco minutos para las siete de la tarde. La megafonía anuncia la entrada en la estación del tren y seguidamente el destino final, a cinco horas de distancia. Una pareja se mantiene abrazada. Lloran los dos. La despedida duele. Se abren las puertas y comienzan a bajar algunos viajeros. Una pasajera busca con afán un rostro conocido. Lo encuentra y se funden en un abrazo. Ríen. El reencuentro los hace felices. En el mismo espacio y al mismo tiempo, dos abrazos en direcciones opuestas. Ambos imprescindibles. Ambos llenos de emoción. Uno será el punto de partida para encontrarse de nuevo. El otro, el punto final que los mantendrá juntos en la memoria de la piel. 

Y es que los abrazos son un poderoso lenguaje universal. Mantienen fuera toda violencia, al tiempo que nos conectan fuertemente. Pero nos abrazamos poco, cada vez menos. Y eso  que durante la pandemia, que nos los prohibió, nos prometimos recuperarlos multiplicados por cien. 

Los triunfos que no se sienten compartidos, nunca son igual de importantes

Dados en el momento adecuado y por las personas correctas, pocos remedios ayudan tanto a aliviar un dolor, físico o mental. Sobran, en esos instantes,  todas las palabras. Todo está dicho. Todo está sentido. Tocar con la piel siempre consuela, siempre reconforta. 

Tampoco hay nada que nos haga saborear más intensamente los momentos de alegría. Porque los triunfos que no se sienten compartidos, nunca son igual de importantes. Y el abrazo nos recuerda que no estamos solos.  

En el momento en el que nos abracemos al otro, olvidaremos todo lo que nos diferencia. No importará de dónde vengamos. Comprenderemos que nos unen demasiadas cosas como para odiarnos sin más. Y, sin duda, nos sentiremos mucho mejor con nosotros mismos que golpeando. 

Nos ofrecieron un refugio seguro cuando el mundo se nos volvía feo y nos llenaron de la fuerza necesaria para coger impulso

Los fantasmas debajo de la cama que, de niños tememos, sólo desaparecen cuando recibimos el abrazo protector de nuestros padres. El mismo que debemos devolverles cuando ellos, con los años, se pierdan en terroríficos laberintos que los acercan a los miedos de enfermedades y olvidos.

El tiempo nos traerá también los abrazos añorados. Esos que nos ofrecieron un refugio seguro cuando el mundo se nos volvía feo y nos llenaron de la fuerza necesaria para coger impulso y seguir adelante. Esos abrazos que, aunque ya no puedan ser, fueron tan importantes que han quedado tatuados en nuestra memoria, manteniéndose para siempre vivos. 

Y finalmente, están los abrazos más tristes. Los que no fueron. Los que no se dieron, a pesar de que alguien los estaba esperando. Los que quedaron aparcados para más tarde. Los que se negaron como castigo. Los que no supieron cómo ser, porque nadie les enseñó cómo hacerlo.

Y estos, los perdidos, son los que han ido dejando vacíos y, en ocasiones, espacios demasiado grandes donde no se sabe querer bien. Quién sabe los pequeños infiernos que abrazos dados a tiempo hubiesen evitado.

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