Opinión

Autorretratos modernos

Hazte un selfie, ponte tu mejor cara, pósate tan narcisista como puedas; hazte un selfie, esa moda infantil de autorretratarse con la cámara de los móviles de última generación. Aunque bien mirado, quizás no estemos ante una estupidez supina; puede que el selfie de hoy sea el excelso autorretrato del ayer, inmortalizado siempre por artistas universales. Si Goya hubiese tenido un smartphone a lo mejor se habría puesto delante del objetivo y habría puesto cara de perfil dulce de red social; quizás para ganarse los favores de marquesas y condesas de la corte. Pero no, el selfie es producto de última generación y espejo muchas veces de testosterona intravenosa e implantes de silicona a raudales. La manía de la autofoto se extendió entre las redes sociales juveniles como la pólvora. Allí los chavales y chavalas colgaban sus selfies, sus fotos más insinuantes, que destilaban sensualidad por todos los poros de su piel. A solas en su habitación, a salvo de las miradas de su padres, el chico o la chica se hacían su foto más rompedora, más provocativa. ¿Qué tal he salido?, piensan al ver la instantánea. Y hasta puede que le pregunten a la pantalla, espejito espejito, cuáles son los bíceps, los abdominales, los labios o los pechos más atractivos del lugar.

Pero el selfie no es solo una moda adolescente; también los adultos han caído rendidos a sus dudosos encantos; llevan su teléfono móvil a todas partes, y a la menor ocasión, delante de ese bar, de esa iglesia o de esa muralla, se hacen el autorretrato. “Sonríeme a mí mismo, guapo, sonríeme”. Y se deleitan después ante la contemplación de su propio rostro; muchos no verán nunca las imperfecciones que en él se hacen patentes, sino que se regocijarán y exaltarán, como también lo había hecho Dorian Gray cuando vio extasiado su retrato por primera vez; y su vanidad la harán pública cuando compartan con propios y extraños su imagen, a cambio de nada. Como si dijeran al destinatario anónimo “tómame, seas quien seas, tómame y disfrútame, poséeme en tus anhelos prohibidos, te permito cualquier licencia, incluso ser el protagonista de tus sueños más lascivos; te adelanto mi imagen para que puedas imaginarte mi cuerpo a tu disposición. Y todo ello sin pedirte nada a cambio”. Sí, el selfie no se detiene en esa apariencia del narcisista recluido en su casa regodeándose en su gesto, sino que tiene un cierto afán de ostentación, de ofrecimiento a los demás del objeto de deseo. El selfie es la panacea para los que se quieren vender al resto, al módico precio de la satisfacción propia imaginando la mirada de otros. Es la nueva forma de exhibicionismo, furor de adolescentes y de los que hace tiempo que dejaron de serlo.

Pero esta moda ha traspasado ya los límites de esas redes sociales en las que prima el cotilleo y la venta de la propia intimidad; también los políticos parece que sucumben a esta vanidosa práctica. En el dudoso arte de la política la imagen lo es todo, y lo es más cuanto menos relevancia se le dé por todos a lo que se supone que envuelve la apariencia exterior, y que debiera ser el valor a tener en cuenta en estos seres: la inteligencia.

El selfie del candidato entrando en el pabellón para dar el mitin, arropado por sus acólitos, y distribuido después entre las cuentas sociales de su partido, tiene más fuerza de atracción que las palabras manidas en una y otra contienda y los programas electorales traicionados sistemáticamente. Pensándolo bien, quizás sea esa la única manera de que puedan captar la atención de los electores: que se exhiban ante todos, que se vendan con las mejores galas y con el mayor atrevimiento. Y es posible que algunos de ellos ya hayan pactado secretamente con el diablo a cambio de alcanzar la perennidad de la belleza en sus rostros.

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