Opinión

Diligencia y virtud

U sted, padre o madre, ¿qué clase de progenitores serían si desconociesen cuándo, con quién y adónde van sus hijos adolescentes, de quienes están al cuidado hasta que no despeguen y abandonen definitivamente la casa materna? Mientras esto no ocurre asumen los padres gran responsabilidad, y por ello grave negligencia si hacen dejadez de sus deberes.

No se trata de imponerles una obsesiva vigilancia a todas horas del día, pero sí de, al menos, poder decir a quien nos pregunte que conocemos a nuestros hijos, que sabemos que no son perfectos y que a veces se equivocan, pero que no son unos extraños para nosotros ni unos seres ajenos a nuestra existencia; los hijos tienen la capacidad de hacer el bien y el mal, de acertar o marrar en la elección de aficiones o amistades, de conducir su vida por caminos desconocidos pero libres de peligros, o por el contrario perderse, despeñarse por barrancos mortales.

Pero sea como fuere, si a ellos inculcamos pautas morales que rijan su conducta, y si pese a ello al final se tuercen porque acaben despreciando nuestros consejos y experiencia, no nos podrá tachar nadie de inconscientes en el ejercicio de nuestro rol como padres y educadores superiores. Simplemente nos habrá tocado una oveja descarriada. A la que, claro, querremos, pero no de manera tan ciega como para negar sus andanzas o desmanes, o justificar ante los demás lo que en modo alguno es justificable.


¡Qué bueno sería si tal manera de actuar se aplicase en la política! De este modo el mando superior elegiría a su equipo de gestión; tendría en cuenta para ello su mérito y su capacidad, confiaría en él y en su buen hacer, se fiaría de su responsabilidad y si, por aquello de que nadie está libre de pecado, algún miembro del equipo se apartase del buen camino (se descarriase como aquella oveja negra), su superior jerárquico, lejos de ocultar sus errores, lo reprendería, y en según la gravedad de los hechos, lo apartaría de sus funciones y él mismo entonaría el mea culpa, pues si se ha visto incapaz de domeñar los excesos de los más cercanos, poca autoridad moral le restaría para seguir al frente de toda una comunidad.


Mas esto, que se entiende enseguida de pura lógica, no es la norma cuando de política se habla; aquí lo normal se convierte en extraordinario, y las malas artes alcanzan la categoría de virtud. Pues virtuoso es el que se sienta en lujosos despachos con vistas sobre toda la corte, preside Consejos Reales y atiende a dignatarios internacionales bajo estrictas normas de protocolo, y sin embargo es ajeno y se las da de ignorante si los cimientos de su mismo despacho se desmoronan al apoyarse en vigas de podredumbre y corrupción. ¡Cómo iba a saber las fechoría de sus hijos, digo, de sus subordinados! Y virtuoso (y de frialdad pasmosa) es el que, dirigiendo la economía de un país, se comportaba como un vulgar cuatrero que ocultaba sus dineros en el extranjero para no tributar un chavo en su patria; tan virtuoso que años más tarde, en premio de su ganado mérito, colocan a este presunto criminal (que de bandolero tiene un Rato) al frente de un banco para que cometa una estafa a gran escala mientras él se las gasta de puñetero vividor.

Y ahora que nosotros vamos descubriendo sus felonías, sus otrora admiradores y valedores se hacen los longuis, pues ¡cómo iban a pensar que este hijo, digo tipo, fuese de tal calaña!
Es vano el deseo de que en política se comporten con la rectitud deseable; mientras unos, los de abajo, se enmierdan hasta las cejas, otros, los de arriba, o se vuelven amnésicos de repente, o como patéticos estafermos esperan a que la tormenta escampe para que al final nada cambie. Como padres de familia no tendrían perdón de dios. Mas en política el rasero es bien distinto. Por desgracia.

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