Opinión

Lo moderno y lo hortera

Como diría ese compadre, la cosa se nos está yendo de las manos; el mundo cercano, ese en el que nos zambullimos todos los días al levantarnos, cada vez está más desnortado. Tanto, que al final va ser cierto eso de que cualquier época pasada fue mejor, exceptuando, claro está, los aciagos años del franquismo (pese a lo dicho recientemente por una concejal alicantina, para quien con Franco “se vivía de maravilla”. Y se quedó tan ancha). Desde poco tiempo atrás hasta nuestros días, el degenere y despiporre en este país es total.

Y es que queremos ser tan modernos y tan cool (versión pedante del latino chévere), que el ridículo en el que caemos es vergonzoso. Pasa en muchísimos ámbitos y en todos los estratos sociales, que ni siquiera se salva la realeza, esa antigualla que aún conservamos no se sabe muy bien para qué, salvo para cultivar escándalos judiciales, oscuros negocios internacionales o vergonzosas actitudes de la reina plebeya. Pasa también en la política donde, si siempre son bienvenidos los aires frescos que limpien la atmósfera putrefacta, sigue siendo necesaria no obstante cierta sobriedad y seriedad en su ejercicio. Para que me entiendan, el Congreso debe ser el Foro en el que se parlamenta, se delibera y se aprueban las leyes, y no la taberna en la que, palillo en boca, vamos a echar una partida al tute subastado. Y lo siento, pero no me van a convencer: mear en plena calle no es arte ni ejercicio de libertad. Es una guarrada.

Ocurre también algo parecido en el campo de la comunicación, donde tampoco lo nuevo es sinónimo de lo mejor; la información ahora es tan volátil y efímera, que no cabe ya la meditación sesuda y paciente. Las noticias se expanden en el universo en pocos segundos, comprimidas en una solo frase, en 140 caracteres convertidos en un microrrelato sensacionalista. Lo que importa es el titular, el flash impactante, pues la caducidad inmediata impide su reflexión. Ocurre entonces que hoy todo el mundo se convierte a través de estas redes sociales en reportero de investigación, analista financiero, asesor político, abogado, sociólogo, estratega y pendenciero.

A veces hasta perdemos los papeles y nos volvemos tan lenguaraces y borregos que escribimos sin rubor un “zorra de mierda” dirigido a la concejal del otro bando; tras el acalore queremos borrar el comentario infame, pero ya es tarde: se ha difundido por miles de foros. Otras veces somos unos cagasentencias, y burlando la lógica y el rigor histórico ensalzamos al delincuente y lo asemejamos, en un ejercicio de imaginación desbordante sin límites, al muerto poeta del pueblo. Es una burrada pero, ¿a quién le importa?

Toso esto viene a cuento de lo que presencié ayer: regresaba de dejar al pequeño en el colegio cuando delante de mí escuché música estridente; a veinte metros escasos caminaba un chaval de unos 20 años, tupé, mochila al hombro y andar altivo. El caso es que a cada paso que me acercaba a él, la música se oía más u más; al llegar a su altura comprobé que el ruido provenía de uno de los bolsillos de la mochila, del que sobresalía un altavoz de esos que se conectan al móvil vía bluetooth.

Sobresalía tanto que en un descuido seguro que se le caería al suelo, y allí irían 200 napos. Pero eso no le debía de importar. El patán, en lugar de ponerse en los oídos unos auriculares conectados al móvil, prefería molestar a todo menda portando el altavoz a toda caña, en una versión contemporánea del famoso “chulo playa” que portaba a sus hombros el añorado transistor. Este tenía su punto gracioso, y por aquéllas la tecnología no daba para más; el chaval de ayer, en cambio, es el vivo ejemplo de que, de tan “progres y a la última”, a veces nos volvemos gilipollas. Para muestra un botón. O un moderno transistor.

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